Los científicos intentan atrapar a un potro encabritado en el espacio.
Después del abandono del Skylab en 1974, se esperaba que girase alrededor de la Tierra durante una década. Pero cambió de órbita y la NASA se dio cuenta de que tenía que hacer algo, y rápido. El objetivo era uno sólo: controlar, como fuese, un satélite de 79 toneladas que se acercaba a la Tierra a una velocidad peligrosa y cuya próxima caída ha despertado un miedo calificado por una de las autoridades españolas en el campo de la exploración espacial, Manuel Bautista, como «desmadrado». Every Driscoll narra en este capítulo cómo los científicos norteamericanos intentaron atrapar a un potro encabritado en el espacio.
La última tripulación del Skylab clausuró el puesto de avanzada espacial a comienzos de febrero de 1974. La NASA (Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio norteamericana) no tenía intención de volver a ocupar la estación espacial. Sin embargo, el director del programa Skylab ordenó que dejaran los mandos encendidos, por si acaso, en un día futuro, querían entrar en contacto con él «astronautas, cosmonautas u hombrecillos verdes». Así pues, los astronautas encendieron los pequeños impulsores del Apolo, enviando al Skylab lo más lejos posible, a una altura de 430 kilómetros, altura en la que, según los cálculos de la NASA, se mantendría hasta su regreso a la atmósfera en 1983. Sin embargo, al cabo de diez meses, los ingenieros de vuelo espacial del Centro Marshall (Alabama), utilizando la información conseguida por la red de seguimiento del Mando de Defensa Aérea de América del Norte (NORAD), hicieron un nuevo cálculo del coeficiente balístico del Skylab, es decir, de la atracción de área, de masa y aerodinámica, con el cual se podía predecir su entrada en la atmósfera. Debido a la actividad solar, la atracción resultó ser mayor de la prevista, y el centro Marshall calculó que el Skylab regresaría a la Tierra en 1980 en lugar de en 1983. En aquella época, nadie concedió la más mínima importancia a los nuevos datos; ya se había tomado la decisión de afrontar los riesgos.Un hito en la historia
Había llegado la hora de ocuparse de otros asuntos. Después del histórico encuentro en el espacio entre los astronautas norteamericanos y los cosmonautas soviéticos, en agosto de 1975, la NASA se deshizo de los últimos restos del programa de expediciones a la Luna; al Museo Nacional del Aire y del Espacio de la Institución Smithson le cedió para su exhibición un pequeño laboratorio de investigación del programa Skylab.
Se desmantelaron las cinco estaciones de seguimiento del Skylab que estaban esparcidas por todo el globo. Su equipo fue almacenado o vendido. Por último, se modificaron las plataformas de lanzamiento de los cohetes Apolo para adaptarlas al puente espacial. En 1976 resultaba totalmente imposible lanzar al espacio a ningún astronauta a fin de que enviara el Skylab a una órbita más alta o de que lo dirigiera para caer en el mar. La NASA había marcado un hito en la historia de los vuelos espaciales tripulados, un hito peligroso del que no podía volverse atrás. Sin embargo, se esperaba que el puente espacial estaría a punto para 1979, justo a tiempo de llegar hasta el Skylab si la NASA lo consideraba todavía necesario.
El ciclo solar rehuía toda regularidad; durante unos meses el número de manchas solares aumentó y disminuyó constantemente. A mediados de 1977, el número de manchas solares volvió a aumentar de forma clara, creando cierta inseguridad entre los científicos, incapaces de predecir en qué mes se llegaría al verdadero nivel mínimo de actividad en 1976.
Para predecir la caída del Skylab, los científicos necesitaban calcular el índice de crecimiento de las manchas solares a partir del nivel mínimo de actividad, a fin de poder señalar con exactitud el momento de mayor actividad solar, así como su magnitud. Pero la predicción exacta de la actividad de las manchas solares es casi más un arte que una ciencia, y se habrían barajado diferentes predicciones, aún en el caso de que los científicos se hubieran puesto de acuerdo sobre la fecha de mínima actividad solar.
En 1978 se contaba ya con veinte predicciones diferentes sobre la cantidad de manchas solares que habría en el momento de apogeo del nuevo ciclo; esta falta de precisión podía traducirse en una diferencia de meses en la vida del Skylab; el científico solar John A. Eddy, del Observatorio Astrofísico de la Institución Smithson, señaló que «si mi electrocardiograma fuera como el ciclo solar, tendría motivos para preocuparme».
Un plan de salvamento
En el cuartel central de la NASA, la entrada en la atmósfera del Skylab se convirtió en la principal preocupación del sucesor de Fletcher, y director actual de la organización, Robert A. Frosch. Frosch sabía que miles de pedazos de objetos espaciales habían entrado anteriormente en la atmósfera sin causar daño alguno. También sabía que todos los años entre 25.000 y 135.000 kilos de fragmentos de meteoritos caen sobre la superficie de nuestro planeta, llegando a haber caído en casas y graneros de zonas apartadas (en los últimos doscientos años los meteoritos tan sólo han causado lesiones a siete personas).
A pesar de todo, no le agradaba la idea de que algo que había sido puesto en órbita por la NASA cayese sobre nosotros, sobre todo si se podía hacer algo por impedirlo.
Frosch pidió a sus compañeros que volviesen a estudiar todas las alternativas. El astronauta del Apolo-11 Edwin E. Buzz Aldrin, hijo, ideó un plan para enlazar al Skylab con ayuda del puente espacial, de forma que la fuerza centrífuga lanzase al laboratorio espacial a una órbita más alta. Era una solución posible, aunque la NASA la consideraba demasiado peligrosa.
En octubre de 1977, un comité recomendó el uso de un Sistema de Recuperación Teledirigido (SRT), un cohete secundario que podía ser dirigido por control remoto de televisión desde dentro del vehículo del puente espacial. Frosch pidió el SRT. La operación de rescate del Skylab se fijó para el tercer vuelo del puente espacial; sin embargo, en enero de 1978 el Cosmos 954 soviético regresó a la Tierra, con una fuente de energía radiactiva que se extendió por los helados parajes del noroeste canadiense. A raíz de este incidente, el Congreso norteamericano hizo algunas preguntas comprometedoras sobre el Skylab y otros restos espaciales de Estados Unidos, a pesar de que el Skylab no tenía a bordo ningún material radiactivo de importancia. El Congreso pidió que se adelantase la operación de rescate al segundo vuelo del puente espacial. Y así fue.
Sin embargo, el programa del puente espacial iba con retraso y los científicos seguían haciendo multitud de predicciones sobre la pronta caída del Skylab. Frosch, en tono burlón, afirmó que prefería el método de los romanos, para predecir el porvenir: la aruspicina, leer en las entrañas de las aves.
Para complicación de los problemas de la NASA, el NORAD había advertido que el Skylab se estaba comportando de manera extraña; estaba perdiendo altitud a mayor velocidad, siguiendo probablemente una órbita irregular. Si la NASA no actuaba rápidamente, no quedaría nada del Skylab que rescatar.
Viaje a las Bermudas
En el Centro de Vuelo Espacial Marshall, Herman E. Thomason, director del laboratorio de ingeniería, llevaba tiempo insistiendo en que era necesario tomar alguna medida. Thomason, que había escrito en 1969 su tesis doctoral sobre el control del Skylab, era un empedernido abogado de causas perdidas, con la cabeza inmersa en el espacio y los pies firmemente plantados en su rancho.
En febrero de 1978 hizo la primera llamada de atención. Mientras hablaba por teléfono, Thomason tenía la costumbre de mirar los árboles por la ventana girando en torno al escritorio. «¿Estás sentado?» le preguntó su jefe. «Tengo que
hacerte una proposición que no puedes rechazar.» Thomason se sentó. Se le encargó que comprobase el funcionamiento de los sistemas del Skylab y que lo colocase en una posición que redujera el arrastre y retrasara la caída, con objeto de ganar un par de meses. Tenía cuatro semanas para formar un equipo y estudiar los sistemas del Skylab, luego se trasladarían a las Bermudas, la única estación terrestre de seguimiento que contaba con el equipo adecuado para transmitir en la secuencia de radio del laboratorio espacial. Thomason aceptó el encargo; podía comprobar el funcionamiento del Skylab, siempre que el gigante dormido conservase todavía algún resto de vida, es decir, si los paneles solares seguían acumulando energía, sí las baterías podían ser recargadas, si el sistema de comunicaciones funcionaba, si quedaba suficiente gas impulsor para hacer maniobrar la estación espacial, si los cojinetes de los dos únicos giróscopos de control (unas ruedas de 110 kilos) que quedaban no estaban desgastados; en la fase de vuelo tripulado ya había fallado uno. Casi nadie pensaba que era posible reavivar el Skylab. Sin embargo, Thomason veía una posibilidad.
La documentación
El Centro Espacial L. B. Johnson, de Houston (Florida) no intervenía, de momento, en la misión de control del Skylab. La sala y de control de los programas Apolo/Skylab se estaba modificando para adaptarla al programa de vuelos del puente espacial. No había ningún controlador de vuelo; los que no estaban trabajando ahora fuera de la NASA estaban inmersos en la preparación del nuevo programa. No disponía de una red de comunicaciones que permitiese un contacto continuo durante las veinticuatro horas del día.
¿Dónde se hallaban los manuales del Skylab, los miles de páginas de documentación, que especificaban todos los circuitos y sistemas del laboratorio espacial? Estaban enterrados en los archivos, almacenados en ficheros cubiertos de polvo. Thomason podía recuperar los documentos, pero no las mentes que los habían preparado. El equipo de investigación del programa Skylab estaba desperdigado, sin embargo logró localizar a unos cuantos ingenieros que habían trabajado en el proyecto anteriormente.
La información más vital la obtuvo gracias a algunos individuos que conservaban información en sus ficheros o que sabían dónde había ido a parar. Entró en contacto con las empresas que habían participado en el proyecto (McDonnell Douglas, Martin Marietta e IBM) y creó un grupo de trabajo, sacando a algunos hombres de programas futuros para realizar un viaje al pasado.
Las posibilidades de éxito eran pocas, quizá inexistentes, pero Thomason y su grupo de optimistas se trasladaron a las Bermudas a principios de marzo de 1978 para poner a prueba su plan.
Copyright 1979, by Smithsonian Institution /Los Angeles Times
Próximo capítulo: La NASA decide afrontar los riesgos
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