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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Otra vez lo mismo

El pasado día 30 de junio hice unas manifestaciones en este periódico, a instancia de los redactores que en él se ocuparon de recoger opiniones con motivo de la exhibición del telefilme Holocausto por la TVE. Ahora, otra vez en el número correspondiente al día primero de este mes, la señora Montserrat Roig vuelve sobre el tema, con el designio ya manifestado en otras publicaciones, de afirmar o sostener que el Gobierno español tenía conocimiento, desde el principio, de las atrocidades que allí se cometieron. Se juega en todas esas manifestaciones con el equívoco, con la inadmisible equivalencia, entre dos conceptos y realidades muy distintos como son los «campos de concentración» y «los campos de exterminio».El Gobierno español tenía conocimiento de la existencia de los «campos de concentración» en Alemania, como existen en todos los países en guerra; en ellos tiene lugar la cautividad de los prisioneros, sin que tenga carácter represivo, con arreglo a lo que establecen los acuerdos internacionales sobre prisioneros de guerra que no autorizan la represión, sino la adopción de medidas meramente precautorias con el adversario, una vez que haya sido desarmado. (Cuando la segunda guerra mundial se inició así estaba dispuesto en el reglamento de La Haya anejo al convenio de 1907, y en el de Ginebra de 27 de julio de 1929). Pero de lo que no tuvo conocimiento el Gobierno español, creo que hasta 1943 o 1944, es de que esos «campos de concentración» se hubieran convertido en «campos de exterminio». Ni el Gobierno español, ni otros Gobiernos, lo supieron antes de 1942. Y cuando tuvimos conocimiento de las monstruosidades que allí se cometían, nuestra sorpresa y nuestra consternación fueron grandes y especialmente dolorosas, como escribí, ya en 1946, en mi libro Entre Hendaya y Gibraltar (capítulo XVII, página 374 de las primeras ediciones).

Ni en la misma Alemania en los primeros meses de la guerra, ni a lo largo de los años 1940 y 1941, se tuvo noticia de aquellas atrocidades, fuera de los monstruos que las cometían; el soplo o la delación se pagaban con la muerte. Tan es esto así que un hombre -Canaris-, que había participado antes con entusiasmo en la ilusión común de la victoria alemana, a partir del año 1941, cuando su conocimiento de las limitaciones económicas y demográficas que tenía el III Reich para mantener una guerra larga, le llevaron a la convicción, desde aquel momento, de que Hitler arrastraría a su país a un tremendo desastre, se convirtió en su mayor enemigo y se dedicó a tener en su mano y acumular los mayores datos y motivos para destruirle. Pues bien, aquel hombre, jefe del Servicio de Espionaje Militar Alemán (el Abwher), no tuvo hasta el año 1942 noticia de aquella conversión de los «campos de concentración» en «campos de exterminio», y fue entonces cuando, al sospecharlo, dirigió una comunicación secreta a todos los jefes de los Cuerpos del Ejército, en la que se les pedía que ordenaran las oportunas investigaciones sobre el trato que se daba a los prisioneros en los campos de concentración, «ya que, según ciertas informaciones que recibía, cabía pensar que ocurrían allí cosas gravísimas». Y esa situación fue desde entonces conocida por escritores, políticos e historiadores. Así las cosas, creo que la lógica, el espíritu sereno, han de llegar a la conclusión de que si el almirante Canaris, que era un hombre activo, dinámico y perspicaz, en posesión de los grandes secretos de Alemania, no sospechó nada hasta el año 1942, hay que admitir como necesario el desconocimiento de tales hechos por parte de otros países y sus Gobiernos. Lo contrario no solamente resulta ilógico, sino manifiestamente sectario o injurioso.

Nada antes de 1943

La realidad, pues, fue que los que en su origen eran campos de concentración se convierten más tarde en campos de exterminio. ¿Cuándo?, pronto, al parecer; y a su vez, ¿cuándo se supo esto? Aquí, con base histórica, no puede pretenderse que se tuviera de ello conocimiento antes de 1943, aunque la triste realidad fuera sin duda anterior, como se viene denunciando. Durante la segunda guerra mundial hubo en España cuatro ministros de Asuntos Exteriores. Cuando ésta empezó, el 3 de septiembre de 1939, y durante más de un año, hasta el 18 de octubre de 1940, era ministro el coronel Beigbeder, a quien yo sucedí en esa fecha, permaneciendo en el cargo hasta el 1 de septiembre de 1942, en que me sustituyó el conde de Jordana, al ser yo separado del Gobierno: Niego que ninguno de los tres -ni los Gobiernos de que formamos parte- tuviéramos entonces conocimiento de aquella terrible realidad. Luego... fue ministro Lequerica, a la sazón embajador en Vichy, más tarde en EEUU y en las Naciones Unidas, y siempre cargado de cargos. Ya terminada la guerra, en julio de 1945, pasé a desempeñar la cartera Martín Artajo. A partir de 1942 yo estuve distanciado del Gobierno, enteramente dedicado al ejercicio de mi profesión de abogado, alejado de toda actividad o gestión política concreta -aunque nunca desentendido de los problemas de España en relación con la tragedia europea-, y nopodía tener información especial de lo que luego ocurriera.

Españoles en los campos

La señora Montserrat Roig, que acredita en su artículo tener, a través de sus lecturas y testimonios, una información importante sobre la discriminación a que los alemanes sometían a los judíos, se refiere a una conversación conmigo sobre distintos pisodios y aspectos del tema discriminatorio, a los que respondí, según ella misma cuenta, que mi preocupación importante era entonces luchar para que los tanques de Hitler no entraran en España, y dice no dudar «de los loables esfuerzos que "debí llevar" -que llevé- a cabo para que España no se desangrara, todavía más, con una intervención estéril en la guerra mundial».Así era, en efecto; ésa era mi preocupación principal; la más importante y urgente al servicio de mi patria, ya que es seguro que si España hubiese sido beligerante en la contienda mundial al lado de Alemania se hubiera comprometido más, y hecho más difícil la situación de los españoles en los campos de concentración y se hubiera corrido seguramente el riesgo de que los alemanes, al ocupar con sus tropas nuestro territorio, hubieran establecido en nuestro propio país nuevos campos de concentración.

Como he recordado otra vez, cuando sólo sabíamos aquí del hecho y de la teoría de la discriminación racial, en conversación con el ministro Rosemberg -el desaforado teorizante del racismo- manifesté nuestra discrepancia fundamental en ese tema, que nos venía impuesta porrazones de orden religioso, ya que la unidad moral del género humano había sido proclamada como doctrina de la Iglesia, inserta en el dogma de la Redención. Es prueba de mi sinceridad la manifestación a que se refiere la señora Roig sobre mi sospecha de que el interior del engranaje de aquella máquina nacional -socialista podría ser terrible, cuando vi la estrella judía en la espalda o en el brazo de algún segregado, au nque esto ocurrió pocas veces, pues puede comprender que cuando yo iba a Alemania cargado de graves preocupaciones, ni callejeaba, ni paseaba, ni participaba en ningún esparcimiento en lugares donde se pudieran exhibir los distintivos a que alude, y mucho menos me llevaban a visitar -como no habían con nadie- los campos de concentración. Yo no hacía allí otra cosa que ir, abrumado por el peso de aquellas preocupaciones, desde el hotel AdIon, donde me alojaba, a la Cancillería del Reich, donde estaban el despacho oficial y la residencia de Hitler, o a la Wilhemstrasse, sede del Ministerio alemán de Asuntos Exteriores. Cuando preguntamos si había españoles en los campos de concentración se nos manifestó que no se trataba de españoles, sino de combatientes contra ellos en Francia. De ahí, y por desplazamiento infundado de la frase, se quiere deducir que éramos nosotros los que les negábamos el carácter de españoles. En cambio, según han recordado recientemente, en el mes de agosto de 1940 las autoridades españolas dieron la conformidad a una propuesta del Gobierno de México para acoger a todos los refugiados españoles que se hallaban en Francia y en Bélgica. Y prescindiendo de casos que, por desgracia, ocurrieron, sin conocimiento concreto ni posibilidades de acción para evitarlos, traigo aquí las palabras que escribí en mi libro citado al tener noticia de aquellas brutalidades: «Repudiamos los campos de concentración alemanes y las monstruosidades allí cometidas. Esas cosas no se hacen con publicidad, y la sorpresa ha sido para nosotros más grande y más dolorosa que para nadie. Pero repudiamos también los otros campos de concentración, etcétera.»

Postura de discrepancia

Las escribí con la independencia con que actué siempre, tanto en mis cinco años escasos de Gobierno, en los que (una vez más quiero decirlo, ahora que ello no sea políticamente útil ni hábil) estuve con entera lealtad; entendámonos, con la lealtad crítica, que es como yo la entiendo. Postura crítica que acredita en libro reciente el escritor catalán Rafael Abella («Si a la gran amenaza mundial -dice Serrano Súñer en su obra Entre Hendaya y Gibraltar, no tenemos otra cosa que oponer que nuestras querellas y esta moral podrida del "estraperlo", la corrupción general, la insinceridad política y el egoísmo y las vaciedades y mentiras de la propaganda (dicho sea esto sin ninguna excepción), pereceremos y el imperio ruso será un destino que nos habremos merecido»), como podía referirme a las que escribí en 1945, en carta dirigida al generalísimo Franco, o en mi libro Ensayos al viento, en 1947, que significaban una indudable postura de discrepancia -discrepancia que nunca debe ni debiera haber originado enemistad ni falta al respeto mutuo- pero que fue considerada y calificada más gravemente por algunos que, necesarios incondicionales del régimen ayer, han sido «transformados» para su conveniente adaptación.

Tuvo Franco, en los 39 años de su Gobierno, más de cien ministros. Algunos permanecieron en el Poder doce, catorce y hasta dieciocho años. Yo estuve poco más de cuatro y ya van para 37 años desde mi separación. Por ello no sé si a estas alturas debo, agradecer como privilegiado la excepción en el recuerdo de que se me hace objeto, o si deplorarla alguna vez por su intención. Como dice el historiador francés Fevre, los materiales con que se ha de construir el edificio de la Historia son los hechos, «que deben observarse sin prejuicio ni complacencia». No puede el historiador ampararse en la imaginación, en la hipótesis o en la conjetura.

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