Salve a Kempes
En un clima de autonomía moderada, de segunda categoría, lo que se dice de autonomía bien entendida, el Valencia C. F. se llevó al huerto la Copa del Rey. Ya lo saben, no hay mejor cosa que ser bueno, parecerlo y no plantear problemas políticos de estatuto para que los goles entren. Entonces el Real Madrid se convierte en un membrillo. Miles de valencianos, 25.000 según el catastro deportivo, llegaron a la capital del Estado español con todos los signos exteriores de identidad: banderas cuatribarradas, etiqueta azul, tracas, blusas huertanas, charangas de bombo y platillos, naranjeros de las tres riberas, macizas señoritas flores del Turia, todo revuelto en la paella del Manzanares. Aquello parecía el traslado de la Virgen, pero con la parroquia sentadita detrás de las jaulas, todos cantando la salve a Kempes, con libertad pero sin libertinaje. El coro valenciano que invocaba su nombre era el mismo de la festividad religiosa, esa oración que sirve para despertar al brujo.No insinúo que Kempes sea un jugador diabólico, sólo digo que el sábado era un San Vicente Ferrer de largas patas, con una zurda mortal de necesidad, tan lindo y venenoso vestido de senyera. De modo que así estaban los valencianos comiendo cacahuetes delante de la gloria mientras San Vicente Ferrer hacía lo demás. A los veinticuatro minutos de juego, el santo con botas se cuela por el lado izquierdo, regatea a cualquier centralista que le sale al paso y suelta un viaje sesgado. Es el primer gol. El segundo milagro se produce cuando Wolf falla un penalti, pero eso no causa excesiva admiración en unos fieles acostumbrados a que su patrono detenga albañiles en el aire al caer del andamio, resucite muertos y arregle el compromiso de Caspe. Que el balón dé en el poste, para San Vicente Kempes es sólo un ejercicio de dedos, cosa de nada, una gárgara con clara de huevo antes del sermón que va a convertir a 10.000 sarracenos de una tacada. En el último minuto el propio santo en persona se encargaría de rematar el segundo tanto para que nadie dude de sus facultades.
Cuando en la final de Copa juega el Real Madrid contra un ente autonómico, el espectáculo siempre es un sofrito donde se mezcla la política, la religión, el deporte y el orgullo del litoral. Los valencianos llegaron a la capital de España, como siempre, con la mosca blanca, agrícola, detrás de la oreja, todos con la senyera-banda azul, propia de la ciudad, sin guerra de banderas. En seguida vieron que el Real Madrid era un mogollón bastante troceado, sólo encontraron una pacífica resistencia pasiva. Como se dice en estos casos, el factor político transcurrió por los cauces de la deportividad y los valencianos no se tomaron la obligación de pedir la independencia. Metieron dos goles y les dieron un cacharro plateado, con lo que se pusieron más contentos que la mar. Mientras tanto, el estatuto de autonomía puede seguir su curso reglamentario. Tampoco hay prisa.
Con el trofeo deportivo en su poder, los valencianos partieron para su tierra. Y allí en el país han cumplido otra vez el rito del tótem. Primero se lo han enseñado a la Virgen de los Desamparados, cantando el himno de la coronación, después han subido al balcón del Ayuntamiento, las fuerzas vivas de la ciudad y han sacado la correspondiente tajada del interior del recipiente triunfal, con volteo general de campanas, disparos de morteretes y procesión de San Vicente Kempes hacia el estadio. Todo con la mejor alegría de la huerta.
Ya lo saben. Si se trabaja en silencio, se exportan naranjas en plan hormiguita, no se plantean estatutos de autonomía con groserías y, además, en su equipo juega Kempes, se puede llegar a Madrid con toda confianza. Se dan cuatro pases, dos internadas y, al final, te regalan una cosa muy bonita con dos asas. Pero hay que tener a San Vicente Kempes de tu parte con su regate mortal, porque, de lo contrario, te puedes quedar sin nada, sólo con una banderita en la mano.
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