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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Dioniso Ridruejo: ética y política

EL CUARTO aniversario del fallecimiento de Dionisio Ridruejo será conmemorado, también este año, sólo por sus familiares y amigos personales. Un muro aislante de olvido y de silencio parece separar a la clase política española del recuerdo de uno de los hombres que, durante las tres últimas décadas del franquismo, rubricó con cárceles, multas, destierros y exilios su compromiso con la libertad y la democracia.Dionisio Ridruejo no se limitó, sin embargo, a una lucha puramente testimonial contra un régimen cuyos cimientos había contribuido a instalar en su primera juventud. Un pasado, por lo demás, que nunca ocultó ni disfrazó y del que dio cumplida cuenta en sus escritos y en sus hechos. Ridruejo fue el punto de convergencia de las primeras alianzas democráticas y el primer hombre procedente del campo de los vencedores durante la guerra civil que abrió los caminos para el diálogo, en pie de igualdad, engre el exilio y lo que entonces se llamaba «el interior». En sus proyectos y en sus textos teóricos de finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta están las principales ideas y las más decisivas formulaciones de esa «reforma política» que, tras la muerte de Franco, llevarían a cabo las fuerzas de la Oposición democrática, deudoras de Ridruejo como primer organizador de su diálogo y entendimiento, y los profesionales del poder que ocuparon veinte años después los lugares que en el Movimiento y en el sindicato vertical había dejado vacantes, por convencimientos políticos y éticos, un hombre que pudo haberlo tenido todo en el régimen (desde ministerios hasta cómodos retiros en el sector público, pasando, por supuesto, por embajadas) y que optó por el dificil camino del disentimiento. En la España del desarrollismo, Dionisio Ridruejo ni siquiera se conformó con alejarse del poder para refugiarse en la vida privada, en la carrera profesional, en la creación literaria o en los negocios. Fue la fallida prefiguración de lo que hubiera podido ser este país sin hombres de su misma condición e ideología, en vez de dedicarse a «verlas venir» y a tomar a su figura como coartada de una inercia y apatía colectivas, hubieran asumido sus mismas responsabilidades.

La desaparición de Ridruejo antes del comienzo de la transición abre interrogantes de imposible respuesta acerca de la forma en que su inteligencia, su generosidad y su imaginación hubieran podido influir sobre la configuración de una reforma cuyas fronteras no estaban fijadas de antemano. No es nada improbable que Ridruejo, que había adelantado las líneas fundamentales de nuestro actual marco de convivencia, hubiese aportado a la vida pública democrática esa pasión por las ideas, ese respeto a los principios y esa fidelidad a la palabra dada que tanto se echan en falta en los planteamientos y en los tratos de nuestra clase política. Su liberalismo descansaba sobre el respeto a la dignidad y los derechos humanos, la inserción de los criterios éticos en los comportamientos públicos y la defensa de los valores de la sociedad civil frente a la arrogancia del poder. Su ejemplaridad, que le ganó el respeto incluso de sus adversarios, no provenía tanto de sus análisis, pronósticos y propuestas, con independencia del acierto de buena parte de ellos, como de ese inconfundible apresto moral, que transmitía a su pensamiento y a sus comportamientos la fuerza de atracción del convencimiento íntimo y de la disponibilidad para probar con hechos la sinceridad de las ideas. Esa firmeza de las convicciones, esa veracidad a la hora de expresarlas y esa estrecha correspondencia entre las palabras y los actos, que son ciertamente cualidades espectacularmente ausentes de grandes zonas de la vida pública española. Cabe imaginar que, con Dionisio Ridruejo vivo, la reforma política podría haber sido más amplia, sincera y limpia de lo que ha sido. Y que su memoria, indulgente, pero precisa, hubiera disuadido a los caballeros de industria de presumir de pasados inventados o inexistentes.

Cualquier otra conjetura, especialmente la referente al lugar que podría ocupar hoy en el espectro de los partidos, no sólo sería arriesgada, sino que además implicaría una falta de respeto por su memoria. No resulta fácil, sin embargo, concebir la posibilidad de que Ridruejo hubiera sacrificado su independencia de pensamiento y su vigor moral al disfrute del poder o a la aspiración de compartirlo o conseguirlo. Es seguro, en cambio, que la devastación del lenguaje político, asolado por la acción combinada de las ratitas sabias que consideran que la técnica jurídica es una ciencia, y de los antiguos funcionarios del Movimiento, que ocultan su vertiginoso vacío de pensamiento con una retórica hortera o apresurados farfullamientos, hubiera tenido, al menos, el contrapeso de quien utilizaba el idioma como vehículo de significación, como homenaje a una vieja cultura y como utensilio de creación estética. Ridruejo también nos hubiera enseñado que un discurso o una intervención parlamentaria puede ser algo muy diferente de un tartamudeo sincopado de cifras y datos o de una pompa de jabón hinchada por los aplausos de los devotos.

En cualquier caso, el silencio ligeramente ruin organizado por los políticos españoles en torno a su memoria -ni una moción parlamentaria, ni una calle, ni un monumento, ni una cita en discursos solemnes- es un triste signo de estos tiempos. ¿Se trata sólo de la desagradecida amnesia de los miembros de la antigua oposición democrática? ¿O de la mala conciencia de quienes no tuvieron edad para hacer la guerra, pero sí los años justos para ocupar el poder, mientras Ridruejo, que ya les había advertido del engaño y el fraude de la ideología que había defendido, era encarcelado, censurado, calumniado y acorralado, en tanto que ellos seguían su metódica carrera, a través de Gobiernos civiles y diputaciones, hacia la conquista perpetua del Estado? Pero aunque los hombres que nos gobiernan opten por encerrar bajo siete llaves la memoria de un indiscutible forjador de la España democrática, tal vez temerosos de imaginar las preguntas que hoy hubiera podido formularles sobre su responsabilidad como fabricantes del desencanto, cabe confiar en que otras zonas de la sociedad española sean todavía capaces de situar a la figura de Dionisio Ridruejo en el lugar que le corresponde y que merece. En este país, que padece de un superávit de falsos hombres de honor, de megalómanos capaces de aspirar a gobernar por persona interpuesta un Estado africano, reivindicar el trono de una república o hacerse pasar por el Ciudadano Kane, de figurones dispuestos a recorrer todo el espectro político (desde la expansión imperialista al progresismo liberal, pasando por el mamporrerismo de un dictador) para salir en los periódicos, el recuerdo de un hombre como Ridruejo es ciertamente una ofensa, pero también una esperanza.

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