Los inválidos de la Beneficiencia
Hay que cambiarle el nombre a esta corrida que «reluce más que el Sol» para ajustarlo a su verdadero contenido: «los inválidos de la Beneficencia». Y si se presta a equívocos, allá penas. La gran corrida de Beneficencia ya no reluce más que el Sol. Ni siquiera es una corrida, sino una tomadura de pelo. La, del año pasado fue de vergüenza e indignación, y la de ayer, de indignación y vergüenza. Es decir, que nos da lo mismo.Nos da lo mismo que la organice la Diputación digital o la Diputación democrática, porque aquí algo pasa, que trasciende a las voluntades de quienes se responsabilizan de seleccionar los toros y traerlos a Madrid. Los hernandezplá del año pasado eran una hermosura de ejemplares, y los ramonsánchez de ayer otra hermosura -a salvo los distintos tipos de cada casa-, y como si hubieran sido material de derribo: unos y otros no podían con su alma.
Plaza de Las Ventas
Corrida de Beneficencia. Toros de Ramón Sánchez, con trapío, inválidos. Todos fueron protestados. Palomo Linares, estocada caída y rueda de peones (aplausos, y también protestas, cuando intenta la vuelta al ruedo); dos pinchazos, media delantera y dos descabellos (bronca). Galloso: Estocada caída (aplausos, y también pitos, cuando saluda). Media estocada caída, rueda de peones y bajonazo (silencio). Julio Robles: Dos pinchazos y estocada caída (silencio); dos pinchazos (palmas). Asistió a la corrida el Rey de España.
Que sí, que aquí algo pasa y negra sombra se mueve, porque no es lógico que los toros estén sanos en el reconocimiento y al saltar a la arena sean los inválidos de la Beneficencia. El auténtico toro de lidia -ni aquel que por raras consanguinidades, trombos y disfunciones diversas que investiga la ciencia- no es así: animal de pujante aspecto que a la primera carrera o antes de iniciarla, cojea, cae, vuelve a caer y finalmente hay que incorporarlo tirándole de los pitones y el rabo. Un toro, sin que por ello medie fraude, puede perder el equilibrio, doblar las patas, incluso pegarse la costalada. Pero si no es mediante enfermedad declarada o fraude no tiene explicación que ruede desbaratado en un lance y otro, en una suerte y, otra, y además que tenga que ser forzosamente el día de la corrida de Beneficencia.
El primero fue al corral por su invalidez, y por el mismo motivo debió la presidencia rechazarlos casi todos. El público lo pedía. El público está hasta la coronilla de pasar religiosamente por taquilla para que le ofrezcan el espectáculo del fracaso y el escándalo. « ¡Señor Larroque, esto no es fiesta popular»!, se oyó ayer en el tendido, y era esta una réplica al artículo del vicepresidente de la Diputación que había publicado EL PAIS por la mañana, en el cual había una declaración expresa y magnífica de promoción de la fiesta, contemplada como fenómeno cultural, popular y nacional.
Hay que ponerse a la tarea desde ahora mismo. Pienso que la nueva Diputación ha pagado la novatada de los inválidos de la Beneficencia y es su derecho y su obligación escarmentar a tiempo. Esto no puede seguir así. Hay que insistir ante la autoridad, hasta donde sea preciso, para que investigue a qué se deben estos desastres y, si hay fraude, para que aplique mano dura. Por ejemplo, ayer se debió ordenar el análisis de las vísceras de todos los toros por estas razones: para ayudar a la ciencia en su investigación sobre las caídas del toro de lidia o para averiguar si hubo algo, delictivo en el tratamiento de las reses. Pero no es eso sólo; pues, aparte de sospechas, si los toros eran inútiles para la lidia, la obligación de la presidencia era devolverlos al corral, sin más contemplaciones.
Veíamos al director general para la Seguridad del Estado, que presidió la corrida, aguantar el chaparrón de palabras que le metían por los oídos los asesores, a su derecha, el veterinario, a su izquierda, el comisario Mantecón. No pararon de hablar y lo debieron volver loco. Se supone que le explicaban el por qué de las caídas de los toros y de las protestas durísimas que gritaban los espectadores. Pero eso no es lo que se espera de la autoridad, ni creemos que conduzca a nada ponerle la cabeza tarumba durante dos horas a un director general. Esta historia no concluyó cuando don Juan Carlos abandonaba el palco real. Esta historia lleva años repitiéndose en la plaza de Las Ventas (como en tantas otras) y hay que ponerla fin.
Palomo toreó sin gusto a un toro nobilísimo, y anduvo a la deriva con el que le medía las embestidas. Galloso, que no supo estar en su sitio durante la lidia, se puso pesadísimo con el borrego, y con el que tiraba gañafones, al que muleteó en mal terreno, no pudo. Robles, torerísimo en todas sus intervenciones, instrumentó muletazos excelentes y al sexto le dio unas verónicas sensacionales, para seguir con rogerinas. Pero aquel toro no tenía un pase ni medio, pues se caía. Y lo hubo de liquidar en medio de la vergüenza de la bronca y la lluvia de almohadillas. La anécdota de la tarde la protagonizó un espontáneo, que pudo dar unos pases con un trapillo rojo, pues Galloso fue incapaz de sujetar al quinto toro con el capote. Luego hizo el número de ponerse de rodillas ante el Rey, dando vida a esa imagen de la infra España, que no es verdad. Como el resto del espectáculo, fue todo un número. Y encima televisaron el desastre al país, para general conocimiento y efectos oportunos; es decir, para que nadie vaya a los toros.
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