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Tiempo de fiesta

Parece que las verbenas vuelven, si bien ahora se llaman fiestas de barrios, con ese toque entre impreciso y pedante que ha transformado recientemente el hablar cotidiano de los españoles. ¿En qué consisten tales fiestas? En una mezcla de lo moderno y lo tradicional, de política y rock, de concursos de chotis sin limonada ni organillo, pero con churros a precios europeos. Hay como un deseo oculto, inconfesable, de declararles hijas oficiales de aquellas otras verbenas verdaderas que, por cierto, en su día, no tuvieron otro mérito mayor que el de nacer y permanecer hasta su desaparición, vivas y alegres y, sobre todo, auténticas.Desde el agua de San Isidro, capaz de curar fiebres tercianas y todo género de males, a los no siempre eficaces alfileres arrojados a los pies de San Antonio en la ribera opuesta, con la esperanza de encontrar pareja, ambos lados del río Manzanares se animaron, año tras año, con el rumor de fiesta de los bailes traídos de más allá del mar y el rumor de los nuevos ingenios mecánicos. Alzadas antes ambas verbenas paralelas al amparo de los viejos cementerios románticos, ni tan cerca como para traer a la memoria trago tan recio ni tan lejos como para no animar a apurar los mejores momentos de esta vida mortal e irrepetible, el compás de la música, los disparos a un blanco imaginario debían de llegar más allá de sus antiguas tapias, hasta los patios donde descansaban gentes de pro y patricios generosos.

En esos días, cuando la fiesta era fiesta verdadera, seguramente la duquesa más gentil y popular de la historia de España se aupaba sobre los tejados, por encima de su patio abandonado. Más allá de la vena oscura de ese río que en vida quiso tanto, seguramente alcanzaba a distinguir a su eterno amigo y pintor particular, recordando quién sabe qué aventuras frustradas, qué escondidos favores.

Puede que sus miradas, gracias a los poderes de esa agua milagrosa o a ese favor que el destino reserva para los inmortales, se cruzaran por encima de un tiempo no tan lejano al nuestro, parecido en algunas de sus clases, aquellas del vivir al día, de trabajar lo indispensable, del baile hasta apurar la madrugada entre el humo, el licor y las guitarras.

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Todo eso y más vería la más famosa de las parejas de un siglo para volver a su lecho dividido, a una y, otra ribera, la una a su patio de rastrojos, el otro bajo su cúpula modesta que señorea el río todavía.

Sin embargo, la ciudad creció, el crecer, como se sabe. sacrifica fechas, memorias e ilusiones. Ilusión fue conservar unas fiestas que, al amparo de cada santo, patrón, recorrían los barrios en un Madrid modesto todavía. Las verbenas -melancolía aparte, lágrimas a un lado, cualquier tiempo pasado no fue siempre mejor, sobre todo para los pobres-, nacían puntualmente a lo largo de aldeas y ciudades como los carnavales, como un relámpago de libertad, como un momento de expansión, que diría un castizo, más o menos controlado, como una huida de la monotonía, como un abrirse paso a la aventura matrimonial o para abandonarla en otras aventuras marginales. Las verbenas marcaban, como en las tierras de labor, el tránsito de cada estación en el ámbito sin edad de cada barrio. Es verdad que maltrataban el sueño y la vigilia, que, a su partida, dejaban tras de sí un poso memorable de fatiga y detritus, algo como la cara oculta de otro mundo pequeño y miserable. Quizás por ello los diversos alcaldes fueron, poco a poco, acabando con ellas. Además, Madrid, tras el colapso de la guerra, con sus enhiestos chapiteles réplica y a la vez parodia de los Austria, rematando rascacielos, plazas y alados ministerios, iba ya camino de gran urbe y aquello de las verbenas recordaba demasiado sus aún cercanos días pueblerinos.

Pero es preciso ser justos. Sus verdugos no fueron sólo sus alcaldes. Lo fueron los madrileños todos. Ya no necesitaban esperar a la fiesta del patrón para soñar aventuras y meriendas. Su fe menguó notablemente según podían desplazarse a otras fiestas lejanas más ricas o más caras. Se acabó el trasnochar, aquello de levantarse vencida la mañana con el cigarro a flor de labios y el sabor de cazalla en la garaganta. Madrid galopaba hacia los tres millones y la prensa retrataba a la nina capaz de colocarnos en el pelotón de cabeza de los grandes caos internacionales. Se empujó a las verbenas de barrio en barrio, hacia las afueras, sin llamar demasiado la atención, para que no dijeran que progreso y tradición no caminaban del brazo por senderos anticonstitucionales. Se les empujó tanto que, a la postre, murieron de consunción como sus santos y como monumento funerario se instaló en la maltrecha Casa de Campo un parque de atracciones aséptico y mecánico.

La venganza llegó cuando los vecinos otra vez protestaron y el tal parque orgullo del país, tan lejano de Madrid como cerca de Europa, debió cerrar más pronto cada noche, dejando sólo el día, desamparado y tórrido, para solaz de visitas provincianas. Hay que reconocer que lo queremos todo: una gran urbe a escala universal y a la vez fingidas fiestas populares. La verdad es que tanto los barrios de aluvión como aquellos mantenidos aún en pie a costa de equilibrios mágicos, han perdido su verdadera identidad. Tanto daría celebrar sus fiestas más acá o más allá de sus muros vacilantes. El que lo dude sólo tiene que acercarse a practicar el masoquismo de la melancolía hasta la muy célebre, antigua y tradicional verbena de la Paloma, sainete desvaído que cada año unos cuantos pseudocastizos representan. Allí, en ese pequeño trecho adornado por unos cuantos farolillos colgados sin demasiada convicción, hace tiempo que pasaron a mejor vida las fiestas de un Madrid pueblo todavía que ahora se quiere resucitar, paraíso perdido para algunos, tierra de promisión de todos en sus días de fuego y en sus cálidas noches, zoco y. corte a la vez de un pequeno universo divertido, devoto y bullanguero.

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