Es un deber olvidarlos
Los filósofos, los escritores, los poetas, los artistas, los científicos y los sacerdotes españoles por la maldición de una circunstancia zarrapastrosa están condenados a tener que hablar todos los días de Suárez, de Fraga, de Abril Martorell, de Pérez Llorca, de Felipe González, de Blas Piñar, de Tierno Galván y de Carrillo. Es una desgracia casi ignominiosa, un trabajo miserable para el cerebro, un castigo que nadie merece. La Filosofía, la literatura, el arte, la ciencia y la religión han sido reducidos a un cotorreo político acerca de unos señores que en su vida privada nadie duda que sean unos caballeros, peor que en la práctica se han apoderado públicamente de la inteligencia y la sensibilidad de este país para llevarlas al terreno rudimentario de sus malas digestiones, peleas intestinas, pesadillas nocturnas que afloran cada mañana en los periódicos a través de comunicados, declaraciones, maldiciones, acusaciones de un gran patio de vecindad.Hoy una circunstancia pedestre, adornada con una galería de dioses menores de la política penetra por la nariz del ciudadano más ilustre y va en busca de suyo para invitarlo a la Fiesta del chismorreo.
Los científicos modernos se sienten pasmados frente a los agujeros negros del universo están muy excitados con esos enigmáticos sacos de carbón descubiertos en el borde del infinito por la teoría de la relatividad. El ser humano está poseído de fieras y alambicadas pasiones, de vicios horribles y sutiles que pueden conmover las vísceras de los escritores. La sociedad aparece fomentada por criminales guillotinados, grandes pecadores inconfesos, sacrílegos adoradores del sol, un espacio maldito de la psicología colectiva donde los sacerdotes pueden montar un solemne pontifical o una larga procesión de flagelantes. Los filósofos trabajan en aislar el virus de la angustia por la muerte. Los poetas mantienen en el corazón el residuo inédito del sexo para esmerilar un alejandrino con el esperma de los últimos inocentes bajo un cielo de vulvas estrelladas. Pero eso sucede fuera, muy lejos. Aquí los obispos, los poetas y los sabios parece que han abandonado su oficio y la inspiración más sublime y se dedican a cotorrear acerca de la dentadura de Suárez, el ácido gástrico de Pérez Llorca, la segregación hepática de Blas Piñar, de los humores de Fraga, la picardía de Carrillo, las segundas intenciones del cuello blando de Tierno Galván, la ética palidez de Felipe González y, sobre todo, obsesivamente, acerca de la esfinge sin secreto de Abril Martorell. No me digan que esto no es una miseria.
Bajo la trampa de la salvación de la patria o la liberación de la sociedad, la cultura española ha quedado enredada en el esclarecimiento de unos pequeños enigmas políticos, unida al destino de unos héroes menores bastante paisanos. La política incide en una capa muy superficial del ser humano. En un estrato más hondo está la emoción estática, la curiosidad científica. la inseguridad religiosa, el erotismo sofisticado. la esperanza de agarrarse a la última asa. En tiempos de convulsión social las dos capas se agitan, entonces el ciudadano se convierte en un recipiente turbio con las grandes pasiones mezcladas con el chisme y la cultura aparece como un botellón suciamente politizado.
Los políticos tienen una profesión muy digna, bien remunerada y se ganan el pan como pueden tratando de arreglar cosas, pero en este momento cualquier ciudadano que piense hacer algo importante tiene la obligación moral de olvidarlos. Hay que volver al laboratorio, a la biblioteca, a la mesa camilla, a la sacristía, al estudio, a la cama para fabricar hijos, libros e inventos y, en caso perdido, plegarias nuevas. Pero hay que ignorarlos. Esta es la auténtica contestación democrática. Que la cultura de un país entero no está pendiente del dolor de muelas de un pequeño dios.
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