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La industria del milenio

Allá va Moisés Lancaster, disfrazado de Burt Lomeini (V asamblea), domingo tras domingo, en pos de la Tierra Prometida, guiando por un Sinaí de efectos especiales al Pueblo Elegido, penosa y violentamente, eliminando sin comtemplaciones a los disidentes en nombre de Yavé, masacrando a los impíos y murmuradores. Por una vez los de Prado del Rey han acertado con la mitología dominante: lo que este mesiánico serial refleja es el signo de los nuevos tiempos, la moda con fronteras del milenio.El final irremediable de las utopías ha desatado el furor milenista y no sólo estamos en las postrimerías del siglo XX, a la vera del año 2000, cronológicamente predispuestos a la irracionalidad. Surgen siempre estos movimientos cuando se desploman con estrépito los ideales utópicos. Y surgen precisamente repitiendo el gesto de Moisés, arquetipo de la Gran Marcha hacia el Paraíso Prometido, al cabo de un doloroso exilio y de un sangriento vagar por los desiertos sociales y mentales de la nueva Jerusalén.

Suelen confundirse, pero el milenarismo es la mitología contraria al utopismo. La ciudad de los utópicos es el colmo de la racionalidad, una Jerusalén de laboratorio ilustrado, recinto amurallado en el que no prevalecerá la superstición, resultado del exceso de la lógica y de la locura de la simetría, arquitectura social de lo imaginario: urbanismo ateo. Pero la ciudad que buscan los milenaristas a muerte y fuego sólo tiene cabida en la imprecisa cartografía del Apocalipsis; es una vaga promesa divina, un oscuro destino ancestral, fin que justifica la sangre derramada en el periplo inciático: hija de la escatología, capital del terror, toponimia de la religión, municipio del fanatismo.

Vayamos a los hechos. Descalabrada en el 68 la ilusión utópica, última de las ideaciones conocidas, convertidas en desierto las postreras edificaciones del deseo profano, arrasada la ciudad filosófica, acontece por fatalidad el temible resurgir de los milenarismos sagrados.

Miro los escaparates de la patria mía y los descubro habitados de mecanismos, militarmente ocupados por teosofías de vía estrecha, pretendidos heresiarcas sin Inquisición, esoterismos y espiritualidades de vergüenza ajena, masoquismos occidentales y sadismos orientales, pócimas de salvación, infantiles terrores del fin de siglo, escatologías de andar y vender por la subdesarrollada industria editorial de casa.

No hace mucho leí en la revista El Viejo Topo un ensayo ingenioso y polémico de Juan Aranzadi en el que interpretaba y explicaba el galimatías vasco desde la perspectiva del mito redivivo del milenarismo. Echándole un poco más de erudición al asunto, lo mismo podría decirse del terrorismo de las Brigadas Rojas, de los avatares nada insólitos de la revolución iraní, de los entusiasmos claramente mesiánicos que emanan de los jóvenes filósofos franceses, del catastrofismo fílmico que nos llega de Hollywood, del resurgir del Islam, del credo de esos nuevos flagelantes de la izquierda que son los disidentes, de los movimientos planetarios de redención que provoca el Anticristo nuclear, de las escatologías literarias de la destrucción del lenguaje literario como única salvación poética, del revival nazi o del protestantismo marxista.

Real o imaginario, aquí está la muy rentable industria del milenio. Los mercachifles han separado las aguas siempre agitadas del mar rojo para dar cauce mercantil a la variadas expresividades del pánico milenarista que necesitaba la cultura levítica para seguir siendo rentable. Cotiza bien el miedo mítico que han sabido inculcarnos. La derecha lo utiliza para colocar en el mercado cerraduras, puertas acorazadas, dogos, galaxias, cuartelazos, sprays, resurrecciones, alarmas y disgresiones, y la izquierda encantadora para regar el rizoma del desencanto dichoso.

En una cosa sí estoy plenamente de acuerdo con los milenaristas. En la Fundamental. De aquí al 2000 va a ocurrir algo terrible: aquí no va a ocurrir nada.

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