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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Felipe González

EL CONGRESO del Partido Socialista Obrero Español que hoy termina ha resultado bastante más tumultuoso de lo que hubiera sido posible prever. En un momento de honda depresión política como la que padecemos, en el que el Gobierno hace gala de dejaciones y pasividad, se esperaba que los socialistas, reunidos en asamblea, hicieran patente su capacidad de alternativa, su madurez política, sus perfiles de un partido con amplio apoyo popular y sólidas concreciones ideológicas y programáticas. No ha sido del todo así.Es natural y elogiable que en un colectivo democrático como el que integran los socialistas españoles se produzcan debates y discrepancias hasta radicales en torno a algunas de las cuestiones sobre la identidad del partido y la estrategia a seguir. No es por eso la polémica suscitada por las definiciones de marxismo o antimperialismo, lo que resulta preocupante. Es más bien la impresión de que los motivos verdaderos que subyacen a esa polémica son de corte personalista, e incluso sectario, y no proceden de una meditación intelectual tanto como de una crispación, quizá justificada, en los sectores más alejados de la ejecutiva. Amén de que resultarían un punto ingenuos si no se jugaran tantas cosas para el futuro de este país en un congreso como el que comentamos. Las propuestas de la delegación asturiana, que han sido fundamentalmente la agitadora del cóctel, habrán podido retrotraer así sin dificultad a muchos ciudadanos a los debates que en las asambleas universitarias de los años sesenta protagonizaban ardorosamente muchos de los actuales integrantes de la clase política.

¿Por qué este radicalismo verbal, que se muestra ahora como el fruto de una inmadurez intelectual?

Sin duda, porque, entre otras cosas, las señas de identidad histórica del socialismo, todavía visibles en esa misma libertad de los debates, se hallan seriamente amenazadas en nuestro país. En el curso de dos años y medio, el PSOE ha pasado de ser casi un grupúsculo a convertirse en el segundo partido, votado por más de cinco millones de ciudadanos, con un alto porcentaje de representantes en las Cortes y con más de 15.000 concejales en los ayuntamientos. Era muy difícil la digestión sin fatigas de tan tremendo y acelerado crecimiento. No es imposible que los fallos de la organización socialista para metabolizar la avalancha de nuevos militantes y los millones de votos recogidos en las urnas puedan ser rectificados en los próximos años. El desarrollo del Congreso ha demostrado, sin embargo, que, por ahora, el PSOE no ha superado esa grave crisis de identidad que le aqueja.

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Es, por lo demás, un hecho cierto que sectores numéricamente importantes de las bases socialistas han llegado al XXVIII Congreso, según decíamos, en un estado de crispación atribuible en parte a los métodos burocráticos y el estilo imperativo del secretario de organización. Las razones dadas por Felipe González en su informe de apertura del Congreso parecen sinceras y convincentes, en lo que se refiere a la necesidad en que se encontró la dirección socialista de dar respuestas rápidas y originales a situaciones nuevas e imprevistas. Sin embargo, no resulta comprensible la resistencia del primer secretario a reconocer que los fallos en la organización de su partido se deben tanto a la inadecuación del señor Guerra para administrarlo como a vicios estructurales de su diseño, especialmente la negativa a admitir tendencias en su seno. El congreso de los socialistas franceses mostró, hace poco más de un mes, que la salud de un partido no sólo no se arruina sino que se fortalece, con la polémica abierta entre sectores que defienden estrategias alternativas y que encabezan líderes reconocidos. Y el congreso de los socialistas españoles ha probado que si a las corrientes no se les permite tener fisonomía propia, el resultado final suele ser la confusión que oscila entre las alianzas bajo cuerda y el puro delirio. La exasperación producida por estas cuestiones ha tomado, en algunos sectores de la militancia, el sesgo de un rechazo global de la gestión de la comisión ejecutiva, de una apreciación disparatadamente errónea de sus posibilidades estratégicas y una radicalización ideológica que ha convertido al marxismo en caballo de batalla del congreso.

Pero, evidentemente, este debate no era teórico, sino político. Se trataba de poner contra la pared a la ejecutiva, de establecer un pugilato de fuerzas.

Las acusaciones de las bases contra el secuestro del PSOE por su dirección tienen no obstante fundamentos más débiles que la crítica del monumental despojo que esos sectores radícales hacen de la voluntad de una mayoría de los electores socialistas. Los halagüeños resultados electorales del PSOE no son consecuencia de los párrafos verbalistamente revolucionarios del programa del XXVII Congreso, sino de la confianza que ha logrado inspirar en una parte de la sociedad la figura de Felipe González y de la convicción de que el socialismo democrático es la única opción posible para desplazar del poder a la derecha histórica española.

Felipe González ha sido quien ha permitido al PSOE actualizar su memoria histórica y situarle en condiciones de disputar a UCD la presidencia del Gobierno. Su informe de apertura del XXVIII Congreso resultó una lección de honestidad personal y seriedad política. Había dado ya su medida como líder popular al potenciar electoralmente a su partido; sin su concurso, el PSOE no habría alcanzado las altas cotas de implantación electoral y de representación parlamentaria y municipal de que ahora dispone.

El PSOE es hoy un partido indispensable para la estabilidad y el afianzamiento del. sistema democrático en España. No sólo es el interés de los socialistas, sino el de todo ciudadano con sentido histórico del Estado, el que debe promover y consolidar la existencia de una alternativa política como la que el PSOE representa en este país. No creemos decir ninguna tontería si añadimos que esa consolidación pasa por la permanencia de Felipe González en la secretaría general. Pero el mismo precisa constituirse, aun a costa de sacrificar afectos personales, en el punto de síntesis de las diversas corrientes y tendencias dentro del socialismo. Y encabezar la necesaria recomposición de fuerzas dentro de la comisión ejecutiva y el comité federal que permita a los socialistas españoles asegurar su unidad mediante el reconocimiento de su diversidad y ahuyentar toda tentación tránsfuga en ningún sentido. La derrota sufrida ayer por el equipo de Felipe González en la votación de la ponencia política no debe arrojarle a la tentación del abandono.

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