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Tribuna
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El pulverizador

Manuel Vicent

Cuentan que entonces la vida era un placer y por la noche cantaba la tuna en los mesones. Había un orden ontológico y las cosas estaban en el sitio exacto: Franco, de cacería; los rojos, en la cárcel; los parados, en Alemania, y el tomismo, en las ruinas de la universidad. Y además se había puesto de moda un spray sensitivo virilizante con el que los con el que los ejecutivos cuarentones fumigaban su atributo masculino para mantenerlo en forma durante el segundo asalto en la sesión de amor con la mujer legítima, con la mejora o con el tercio de libre disposición al regreso del viajé a Francfort. Mira, cariño, lo que traigo. El ejecutivo ponía ojuelos de dulce facineroso al desembalar el pequeño cargamento de sex shop. «Un frasquito de spanien fly para ti, un tubo pulverizador para mí y una revista Playboy para los dos.»El ardiente elixir estaba destinado a excitar a doña Atareada cuando terminaba de fregar la vajilla de la cena con ese mistol que deja las manos tan suaves para la caricia nocturna. Se trataba de una emulsión donde flotaban unas virutas de canela y unas hebras de guindilla de Ceilán, vete a saber, que enervaban la yugular de la amante. El spray sensitivo servía para prolongar hasta el infinito la erección de aquel delfín del segundo plan de desarrollo a base de convertir su glorioso apéndice en un corcho de gran potencia química. La revista Playboy era para que ambos pudieran hacer el amor con partitura. La pareja feliz de los años sesenta extendía sobre el atril el satinado libreto y pasaba las hojas de una pastoral llena de conejos escarchados, y cada uno se ponía a tocar el instrumento contrario. Cuentan que entonces corrían tiempos dichosos, se dice que en la calle no había un violador ni para un remedio, Franco estaba de cacería y en las alcobas funcionaban pulverizadores amorosos.

Probablemente son los mismos ejecutivos, ya fondones y más agresivos, con distinto spray. Hoy los tíos van armados con un fumigador para dejar fuera de combate a los atracadores. Lo llevan en el bolsillo más propicio y lo enseñan a las visitas, a los amigos en la oficina o en el bar, con una descripción de sus efectos demoledores, como se mostraba en los años cincuenta el transistor comprado en Ceuta, como en los años sesenta se exhibía el producto erótico for men. «Escucha, tú: que se te acerca un tipo con malas intenciones, que no lleva malas intenciones, que no lleva el pelo cortado a cepillo, le das a este botón y dejas seco al violador, atracador, navajero, rojo, chapero, mendigo o despistado que viene a preguntarte la hora en una esquina pasadas las doce. Sólo se necesita tener reflejos, oye, para precipitar el castigo.»

Los dos tubos de spray son la misma horterada, que refleja dos clases de impotencia, el miedo al gatillazo y al asalto callejero, el fru-fru que perfuma la nueva virilidad. En los crepúsculos de esta democracia ratonera ya no hay, fiestas de gases lacrimógenos que formaban nubes iluminadas por los anuncios de neón, aquellas nieblas cenagosas con las sirenas de la policía ululando, el cobalto de las linternas centelleando, el baile de vergas y culatas. Ahora, el miedo, hábilmente fomentado, se ha hecho sólido e individualista, y funciona un contrabando de armas pret-a-porter, remedios de bolsillo para que cada paranoico pueda fumigar a su antojo. Se vende la salvación personal en forma de tubo que se lleva junto al mechero. Más de uno, al encender el pitillo o para alargar la sesión de cama, se ha confundido de instrumento y se ha abanicado la propia nariz o la entrepierna con un gas letal y ha caído desplomado al pie del escaparate o de la alfombra. Lo tiene merecido.

Hay que andar con mucho cuidado, porque ahora, por la calle, va desplegado un ejército con cara de mosquita muerta con un armamento exótico junto a la ingle. Te acercas a un fino caballero para preguntarle dónde está la plaza del Dos de Mayo, el tipo te mira con ojos desorbitados, saca el tubo y te sulfata como a un pulgón. Y luego, todo emocionado, cuenta su batallita en el bar.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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