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¿Una generación de escépticos?

En una reciente entrevista, el escritor alemán Gunter Grass ha planteado muy bien, en muy pocas palabras, cuál es nuestra situación de hoy: «Al final de los años sesenta -dice- nuestros hijos, gentiles e inocentes, miraban hacia Castro, Ho Chi-Minh y Mao. Eran los guerreros de la paz. Los hombres que habían vencido a la guerra y a la injusticia, porque la guerra era un fenómeno únicamente imperialista, y, una vez que se pasara el umbral admirable del socialismo, la guerra habría muerto. Los muchachos creían esto. Pero ¿qué es lo que ocurre ahora? Que Vietnam invade Camboya y China invade a Vietnam. ¿Quién invadirá a China y quién liberará a los prisioneros políticos de Cuba? Todavía no hemos medido hasta qué punto el desplome de la ideología comunista es un drama para toda una generación: ya no cree en nada.» Es cierto.Es cierto, pero sólo a medias. En realidad, la gran crisis ideológica de quienes esperaban la llegada de la justicia con la revolución marxista ocurrió a la muerte de Stalin y con el informe de Nikita Kruschev: entonces sí hubo un derrumbe total de la religión comunista; Kruschev no sólo fue un desmitificador, sino un verdadero Atila. Quien más quien menos, todo el mundo había creído en Stalin y, desde luego, en la ideología y en la ética comunistas como redentoras del mundo, y toda esa fe se vino abajo, entonces, con la aparición del Gulag. El proceso que ha seguido después ha sido un proceso clásico de «ateización» en una comunidad de fieles tridentinos: Castro, Mao u Ho-Chi-Minh mantuvieron todavía el fervor durante algún tiempo o bien otros volvieron a Stalin para justificarle con el famoso argumento de «las necesidades de la historia» y del «triunfo o defensa de la causa» y achacaron en cualquier caso el desastre a antiguos y modernos pecados contra la ortodoxia, pero el dios había caído, y, efectivamente, toda una generación ha quedado en el aire, sin suelo bajo sus pies. ¿Hacia quienes y hacia dónde mirarán aquellos que no se sienten suficientemente alimentados por las ofertas de la sociedad de consumo o las meras promesas eróticas? Porque esta fe comunista aparecía como la última y cumplimiento y suma de todas las demás, que, ahora, se veían que eran falsas.

Por los años sesenta, la revista Time anunciaba en su portada que Dios había muerto, cien años después que lo hicieran Nietzsche o Jean-Paul, por ejemplo, pero la prensa es a veces la última en enterarse de las noticias, y, además, en seguida tiene que corregirse: «¿Dios vuelve?», se preguntaba el mismo Time sólo un año después. Y volvía, efectivamente. En el mundo comunista habían desaparecido la fe y la mística, sólo continuaba la estructura, la «Iglesia» en el poder; en el mundo capitalista era clara la incapacidad para estar sin dioses protectores de la República o del Imperio, y, naturalmente, se sentía horror, además, ante la seriedad de la cruz o el terrible monoteísmo de Yahvé o Alá, se prefería decir que habían muerto o que ahora volvían más modernizados y «aggiornatos»: dioses de mil sectas complacientes con el poder y el dinero y que calmaban los anhelos irracionales del hombre y su miedo a la muerte, o dioses que venían de otros planetas en platillos volantes como ángeles o íncubos del mundo tecnológico. Y los expertos nos auguran, además, todo un siglo XXI perfectamente religioso.

Günter Grass, sin embargo, en la entrevista a que antes hacía referencia, habla de que, más bien, abocamos a un momento de total escepticismo, de «pasotismo» absoluto, podríamos decir, y eso le daba miedo. Se preguntaba:

¿Son los escépticos lo bastante numerosos y lo suficientemente resueltos para barrer el camino al totalitarismo? Lo dudo. En la lucha del escéptico contra el fanático, el primero lleva las de perder y, cuando la gente se da cuenta de que tenía razón, ya hace mucho tiempo que está muerto. ¿Nos tendremos que hacer fanáticos, entonces, para ganar simplemente? Porque es más fácil ser escéptico, infinitamente más fácil, desde luego.

Entiendo, por el contrario, que la muerte de tantos dioses y mitos y de tantas ideologías y esperanzas y la lucidez ante sus frutos: Holocausto o Gulag hacen de nuestro tiempo un tiempo privilegiado. A un cristiano al menos no será precisamente esto lo que le inquiete. Ni tampoco a cualquier otro hombre que quiere serlo de veras y lleva años y siglos luchando por ello, pero sobre todo, ahora, cuando tantas grandes o pequeñas ortodoxias le están atosigando, tratando de conquistar su alma, ofreciéndole a cambio seguridad y triunfo.

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