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La diáspora y el derecho de asilo

La unificación -mejor sería hablar de uniformidad- europea se manifiesta de forma creciente -en los hechos y a lo que parece España camina. hacia ella a pasos agigantados. Esperando la ocasión aún lejana de ingresar en el Mercado Común y la más accesible y próxima de aprovechar la sombrilla nuclear de la OTAN, nos estamos poniendo rápidamente al día en cuanto concierne a medidas restrictivas encaminadas a defender los beneficios de un nuevo e hipotético orden continental. La pujante, dinámica República Federal de Alemania dio como siempre el ejemplo con sus rigurosas iniciativas tocante al control de los núcleos estudiantes palestinos e intelectuales sospechosos de simpatía por la «banda Baader-Meinhof". El Gobierno francés ha reformado en sentido limitativo la ley que regula la estancia de extranjeros en su territorio, a fin de facilitar los trámites de expulsión de los trabajadores y exiliados políticos: las autoridades galas pueden prohibir en lo futuro la entrada de extranjeros en su país, no sólo por falta de medios suficientes para vivir o de las autorizaciones necesarias a una actividad profesional, sino también si la presencia de aquellos supone una amenaza «para el orden o crédito públicos».El concurso español a esta saludable empresa europea de autoprotección y saneamiento no podía faltar. No me referiré ahora a las medidas represivas adoptadas con el pretexto de reducir el cáncer vasco y sus temibles consecuencias implícitas, sino a dos disposiciones promulgadas a la chitacallando con la esperanza ilusoria de hacerlas pasar inadvertidas: dichas disposiciones, como vamos a ver, hacen pesar una amenaza inmediata y gravísima sobre el futuro de millares de personas oriundas de países unidos a nosotros por vínculos históricos y lingüísticos y constituyen una afrenta bochornosa a los principios éticos y políticos que de puertas afuera reivindicamos.

Una circular del 28-IV- 1978 de la Dirección de Asuntos Consulares del Ministerio de Asuntos Exteriores limita, en efecto, a noventa días el plazo de permanencia de un extranjero en España, exigiéndole, para un término mayor y en caso de que desee trabajar, un visado especial que debe solicitarse en el país de origen. Como es obvio, esta cláusula es absolutamente imposible de cumplir para la gran colonia de exiliados de Argentina, Uruguay, Chile o Guinea Ecuatorial que, huyendo precisamente del régimen de terror imperante en sus países, han buscado refugio en el suelo de la antigua metrópoli que, para colmo de ironía, se arrogaba y se arroga aún el título pomposo de Madre Patria. No es un secreto para nadie que las dictaduras sangrientas de los Videla, Pinochet, Macías Nguema, etcétera, han condenado a estos fugitivos a una auténtica muerte legal, negándoles el derecho elemental a disponer de pasaporte e infligiéndoles así la aleatoria e indefensa condición de apátridas. Requerir en tales circunstancias que los exiliados postulen un visado a sus propios verdugos es puro cinismo o una macabra exhibición de humor.

Por si ello no bastara, el real decreto número 1.847 del 10-VIII-1978 altera totalmente el régimen de residencia y permiso de trabajo actualmente vigente e impone a los extranjeros una serie de medidas discriminatorias que contradicen la ley todavía vigente del 30-XII-1969 sobre la igualdad de derechos sociales entre trabajadores españoles e iberoamericanos. Si se tiene en cuenta que esta ley fue dictada durante el franquismo, el lector apreciará como corresponde el «avance» democrático y humanitario que reviste la nueva disposición.

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La reciente creación de un Comité Español de Solidaridad con los latinoamericanos en España -que omite por cierto toda referencia a la suerte de los refugiados guineanos- es un primer paso para conseguir la abrogación de las cláusulas limitativas y normas legales anteriormente citadas. Es hora de que la comunidad de los pueblos de habla hispana deje de ser la fórmula huera habitualmente utilizada en discursos y banquetes conmemorativos para convertirse en una realidad en el plano humano y legal. La evocación ritual de la diáspora española de 1939 no debe hacernos olvidar la que en parecidas condiciones de desamparo busca cobijo en nuestra tierra. Hay que obtener la promulgación de un estatuto regulador del asilo político y el reconocimiento de los derechos básicos de los exiliados «ninguneados» en sus países de origen por el simple hecho de sostener los principios en que se funda cualquier sociedad mínimamente habitable.

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