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Bocadillo de mármol

Manuel Vicent

Una forma de escapar de la política parda y de convertir el desencanto democrático en estética consiste en coger el montante y aterrizar en aquel cementerio mineral donde ya sólo existe la osamenta de la antigua democracia clásica. Mirando la acrópolis con toda su belleza cataclismática te comes un bocadillo de mármol rociado con aceite minerva y estallas contra él la muela del juicio. Mientras aquí la dialéctica rudimentaria se establece entre si te dan un navajazo, se fuga un presidiario, ponen una bomba a un alcalde socialista, matan a un farmacéutico derechista, cae otro policía, sermonea un izquierdista, se empufa y huye un inventor, suelta una blasfemia el demócrata cristiano, reza un padrenuestro el comunista y Sócrates se deja acariciar el rabo en el metro de Antón Martín, una modalidad de escapatoria estriba en dar el tirón a un bolso de cocodrilo y salir corriendo sin parar hasta refugiarse en el Partenón.Una vez a salvo, sentado en la breña airada del Areópago, puede comenzar una bella discusión inacabable acerca de si el Partenón estaba cubierto o si en realidad formaba un patio interior abierto al cielo radiante de la Atica, como sostiene, apoyado en Pausanias y en la resistencia de materiales, mi amigo el ingeniero José Antonio Fernández Ordóñez. Aquel glorioso derribo es ya política pura, un espectáculo sin navajeros, sólo rodeado por los fascinantes culos de las jóvenes turistas rubias que laten hermosas pasiones al subir hacia los propileos. En medio del Partenón la diosa Palas Atenea, seis metros de oro y marfil esculpido por Fidias, estaba iluminada por la curva del sol y el potente brillo reflejado a través de la puerta se vislumbraba a treinta kilómetros, desde las primeras islas del Egeo, como un faro para navegantes que acudían remando a votar a Pericles.

En Grecia sólo quedan los huesos del pie de un esqueleto abatido. El resto de la democracia es el bello contenido de la imaginación que ha echado raíces de mármol pentélico en el estiércol del bachillerato, en la esperanza fraguada en la quinta galería de Carabanchel y en el sueño de aquella noche de otoño cuando los ingenuos creían que agonizaba el último tirano mientras en la televisión pasaban un documental sobre los pingüinos. Contra lo que parece, en la arquitectura clásica griega no hay un solo ángulo recto, todo tiene la sutil imperfección del sentimiento que huye del espacio mental de los noventa grados. Puede que la democracia sea también sólo un tic cerebral, una aspiración esculpida.

En su tiempo las esculturas y los templos griegos estaban pintados con colorines. A poco que se le fuera la mano al señor de la brocha aquello podía convertirse en una falla valenci ana. Los dioses aparecían rodeados de exvotos, llamas flotando en vasos de aceite, oraciones, promesas con densidad de sudor meridional, discursos falaces de los políticos, cirios con sebo de buey, súplicas de esclavos, poltronas de capitalistas en la fila cero. Ha sido la acción del tiempo que se ha llevado la pintura, ha apagado las velas, ha aventado las palabras irrisorias, la que ha dejado al aire un mármol pelado y refulgente, ha convertido la democracia en obra de arte y la belleza del cataclismo te sacude ahora el hígado con la estética.

Pero aquí está Suárez sin Fidias, los cirios todavía encendidos sin Palas Atenea, el verbo macarrónico sin el ágora, la esfinge que juega al mus, bos peregrinos del paro que suben a Delfos a consultar a la pitonisa la forma de llegar a Fin de mes al margen del bingo y la luz cegadora de la antigua Grecia hoy sólo es el brillo que ofrece la navaja iluminada por una farola. La democracia clásica consta en los archivos como un modo de beatería, como una sofisticada escapatoria. Allí está el cementerio derribado donde los japoneses beben refrescos sobre capiteles jónicos. Aquí, según la teoría presidencial, de las cañerías se levanta un Partenón de cartón piedra tan inflamable como una falla valenciana.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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