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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Picasso como pretexto

SE ACERCA el centenario de Pablo Picasso, que se celebrará dentro de algo más de un año, y tanto la efemérides como el pretexto del nombre pueden servir de meditación desde múltiples puntos de vista. Picasso ha pasado a la historia como uno de los artistas más gigantescos de todos los tiempos, y ello por encima de las polémicas que puedan regatearle o discutirle su auténtica significación estética. De hecho, su nombre siempre estuvo rodeado de olémicas y la actitud de quienes le atacan no es de hoy; desde que saltó a la fama, poco después de iniciado el siglo XX, siempre le acompañó el debate, la discusión más o menos virulenta y la polémica, como la sombra al viajero. Es de esperar que la cita centenaría tampoco vendrá desprovista de las correspondientes críticas adversas o fervorosas. Picasso fue todas las modas, trabajó contra todas, las asumió, las devoró y las negó. Y vaya por donde vaya el arte del futuro, el nombre de Picasso ya es historia, ya es un hecho, algo que existe y existirá por encima de todas las polémicas, como una institución, como una iglesia, como una cordillera.Tal vez lo de menos sea el avisar a tiempo, para que la ocasión no venga, como tantas otras veces, a mostrar el sentido de la improvisación, del olvido apresuradamente remediado, de los zurcidos conmemorativos a que estamos acostumbrados. Un centenario de tal envergadura debe ser cuidadosamente planeado para que el pueblo español, de donde surgió el artista, para que la colectividad pueda no solamente recordar, sino participar, en este recuerdo que debe formar parte de nuestro presente. Ya en otros países, especialmente en Francia, país que fue la segunda patria del artista -tal vez la primera, aunque nos rasguemos las vestiduras, pues lo acogió durante la mayor parte de su vida, le reconoció y honró, mientras su España natal le arrojaba de su seno-, se está preparando cuidadosamente la conmemoración del centenario, que dará ocasión a la creación de un gran museo con la aportación del legado del artista y las donaciones de su viuda.

Aunque en verdad la envergadura artística de Pablo Picasso desbordase desde sus comienzos los estrechos límites nacionales, y Francia resultara ser un marco más adecuado, por su proyección universal, para que desde ella el artista desarrollara su obra, no es menos cierto que España, sobre todo en los largos lustros de la dictadura, le negó tanto la aceptación como el reconocimiento. Huellas de la incomprensión oficial hacia el artista y su obra las hay de todo tipo, desde la negación crítica hasta los atentados contra las escasas exposiciones que de algunas de sus obras se montaron en alguna galería española. De Picasso, España apenas posee muestras, exceptuando algunos pocos cuadros apresuradamente comprados y el museo de obra gráfica de Barcelona, el mejor en la materia, desde luego, pero que se debió a la iniciativa privada de un amigo del pintor, Sabartés, y a la comprensión de las autoridades catalanas. Y el Guernica sigue todavía en Nueva York.

España debe honrar la memoria de uno de sus hijos más ilustres, y tratar de una vez por todas de aprender la lección que la historia nos perpetra. Lección no sólo artística -aunque de la incomprensión hacia el arte y la cultura por parte de la oficialidad española está repleta la historia-, sino política. Una lección de integración, de realismo, de libertad y tolerancia, para que España no vuelva jamás a negarse a sí misma, que es lo que sucede cuando parte de ella se empeña en negar a la otra parte.

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