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Stalin y Mac Carthy

Lo perverso de la censura es que ya nada nuevo se puede decir en su contra. Hemos pasado una vida entera y verdadera con jurándola por medio de rito escritos y me temo que ya estén agotados todos los argumentos Alguien se, molestó una vez en establecer el decálogo de los juicios contra la censura: es arbitraria, es ridícula, es ineficaz, es idiota, es contraproducente es esterilizadora de la creación es chauvinista, carece de criterios, es formalista, la ejercen fanáticos incompetentes y suele ser tolerada y secretamente fomentada por los poderes para neutralizar los contrapoderes que se derivan de la libertad de expresión.Para más inri, la censura carece de lugar: jurídicamente inexistente, institucionalmente fantasmagórica, socialmente irreal. No se ejerce desde ningún espacio determinado porque aspira a la totalidad, a la ubicuidad y a la eternidad. Es impertinente, extemporánea inoportuna y se reproduce por generación espontánea. La censura, otra vez. Tiene bemoles.

Hoy tengo que escribir sobre la censura: contra la mortal pereza que me produce el tener que repetir alguna figura del decálogo o todas de corrido. Debo romper una columna, ésta, contra los molinos de viento censoriles que vuelven a girar en la antigua dirección, en sentido inverso de las agujas del reloj, triturando en su cerril e intransitivo aspaviento las libertades y las expresiones y lo que se les ponga a tiro, la expresión de las libertades o las libertades expresivas.

Y no sé por dónde empezar. Si por la inquisición de ayer en el programa televisual Encuentro con las letras, precisamente dedicado en su integridad a la discusión (un poco subrealista, eso sí) sobre maravillosas heterodoxias hispanas; si por la acusación de formalista que cierto grupo político de estricta formalidad atribuyó a un crítico cinematográfico para justificar su despido profesional; si por un artículo volteriano que se fue al cesto de los papeles para no herir las susceptibilidades de los lectores católicos que celebraban la santa semana al sol que más calienta; si por otro programa informativo de RTVE que retrataba candorosamente las nacionalidades y que corrió la suerte de los escotes de antaño; o si por la confirmación del Tribunal Supremo de una sentencia de 7 de diciembre de 1978 por escándalo público que ahora leo.

Vuelve la censura por la calle de la Moda de Galerías Preciados. Junto con los modelos de primavera-verano de los años cincuenta, las sombras alargadas de Mac Carthy y Stalin, ya lo habían augurado los editorialistas de este periódico. Jugamos alegremente con los síntomas pintureros de una época siniestra y, claro, no tardan en reproducirse las vergonzosas enfermedades. La novedad es que ahora mismo las censuras rigen por igual para las izquierdas que para las derechas. El estalinismo y el macartisino vigilan en las dos direcciones históricas y se intercambian argumentaciones inquisitoriales si fuera preciso: un esteta para ti y un pornógrafo para mí, un subrealista por un disidente o, si lo prefieres, un pasota por un priscilianista.

Podría contarles de mis tachas y tachaduras, pero prefiero ser socialmente más útil y leerles en el Aranzadi la sentencia que les citaba y que ya forma parte de la jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre las llamadas publicaciones pornográficas. Así reza el segundo considerando de la 3.884: «Que... la revista en cuestión sólo deseaba fomentar el número de sus lectores, aunque ello significara despertar artificiosamente lúbricos apetitos y ofender (como es habitual en este tipo de publicaciones) a la condición femenina, la que, dejando de merecer la preeminencia de que goza socialmente gracias a su doble función de esposa y madre y a sus especiales y encomiables cualidades sirve tan sólo como receptáculo de bestiales apetitos, como imán de incandescentes miradas y como resorte estimulador de una lascivia estéril y desbocada.» Jurisprudencia, que tienes nombre de mujer de la calle de la Moda.

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