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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Elogio del fútbol

«Fútbol: dolor y fiesta, / la perfección dormida / sobre el pecho del pie / de repente se yergue / y se cumple y florece.» (Thiago de Mello.)Opio de los pueblos, circo romano de los desposeídos contemporáneos, sutil estratagema para la perpetuización del fascismo, sumidero de las pasiones más grotescas o, al revés, grotesca canalización de pasiones con mejor destino, fábula maniquea, marquesina de la decadencia cultural de Occidente, huida semanal del hombre aturdido, estúpido divertimento consistente en veintidós posesos que durante noventa minutos corren detrás de un. balón para introducirlo en uno de dos rectángulos. No existe dicterio que no haya caído sobre el fútbol desde el siempre higiénico campo de cierta intelectualidad biempensante. En algunos aspectos, tanta pulcritud puede darse la mano con la de la aristocracia.

Los hinchas de fútbol son pringosos, volubles, antojadizos, irritables. Sudan, vociferan, se abrazan, saltan y aplauden. Durante los partidos sus caras se deforman en muecas obscenas y sus gritos, que son indistintamente de aliento o desprecio, se transforman en un depravado ulular. Alzan los brazos hacia el cielo y sacuden el cuerpo entero cuando un jugador deja sentados a tres contrarios en el perímetro de una baldosa. y enseñan los colmillos cuando otro, con toda la portería a su disposición, dispara por sobre el larguero. Los hinchas de fútbol no saben de inhibiciones, protocolo ni prudentes permanencias al margen del acontecer. Cuando un hincha de fútbol está solo y su equipo marca un gol, es capaz de abrazarse con un desconocido y mantener su mano en el hombro de éste por el resto de la tarde. Los hinchas de fútbol son homosexuales reprimidos. Gran parte de estas aberraciones se adquiere como consecuencia de las emanaciones del juego: los jugadores se refriegan, toquetean, provocan al rival cuando tienen la pelota bien dominada y mantienen con ésta una relación sensual más que ambigua. Da la impresión de que los mejores experimentan un intenso placer erótico al rozarla con el empeine. No es extraño que individuos así besen al compañero que marcó un tanto, ni que los efluvios de su neurosis perturben al hincha. Tal vez por esta razón el hincha de fútbol se exalta, incapaz de ostentar la cordura de un fanático del ballet que, llevado al éxtasis por un deslumbrante pas-de-deux de Maya Plisetskaia, sabrá quedarse duro en la butaca antes que dar rienda suelta a su entusiasmo. Falta de civismo: no se puede invitar a un hincha de fútbol a la ópera porque, en medio de la interpretación del concierto para violín y orquesta de Mendelssohn por Menuhin, y ante un momento cumbre de la ejecución, el susodicho espetará a voz en cuello: iiiYehudi, eres enorme!!!, profanando el sagrado silencio. A estas .alturas, sólo parecen ser adecuados para los hinchas los conciertos de rock, curiosamente los únicos espectáculos donde los concurrentes pueden sentirse libres.

Los mencionados intelectuales asépticos argüirán problemas de concentración y respeto por la labor ajena. Aducirán, por otra parte, que no es el aspecto lúdico y emotivo del fútbol lo que cuestionan, sino la componenda de este deporte con el Estado para alejar a las masas de sus preocupaciones más urgentes. Pero la mueca de disgusto los denuncia: el fútbol ha sido elegido como chivo emisario para explicar la postergación de las revoluciones. Quienes desprecian las sensaciones que no son capaces de experimentar y por rigor de pensamiento no suelen atribuir a causas esotéricas el que muchos pueblos no logren hacerse dueños de su historia, no dudan en lanzar andanadas de injurias contra el fútbol, como si en realidad estuvieran maldiciendo su propia impotencia. Las gradas de los estadios paralizan el tránsito hegeliano de la conciencia proletaria, del en sí al para sí. La clase obrera no se libra de sus cadenas porque está sometida a la férula subyugante del lamentablemente llamado «viril deporte del balompié».

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Un monstruo que reproduce la opresión

El deporte es una superestructura ideológica de la sociedad y, como tal, tiene la misión de reproducir las relaciones de producción que la sustentan. Dicho de otro modo: en la sociedad capitalista, la mecánica que rige la actividad deportiva está marcada por la propiedad privada sobre los medios de producción y se relaciona con ella de manera tan estrecha como el sistema jurídico o la actividad artística. De estos conceptos válidos parten los análisis realizados en diversos artículos de un número de la revista francesa Partisans, que recientemente han sido publicados en España por Gustavo Gil¡. Aún bajo la euforia del mayo francés, los redactores de Partisans concibieron sus artículos como «la crítica freudo-marxista de un punto oscuro y fundamental de la ideología burguesa, que se oculta en el interior de la institución deportiva». La conclusión final es que el deporte es un medio de opresión y que, como el Estado, debe ser eliminado en bien de los humanos del futuro.

Se diría que los redactores de Partisans -quienes, lejos de negar la necesidad humana de emplear el cuerpo, quieren liberar a éste de la deformadora disciplina que impone el deporte- no conocen la actividad deportiva más que por las revistas especializadas. Aunque lo que primero salta a la vista es su -¿aviesa?- negativa a deslindar cada rama del deporte y sus características especiales, de la maquinaria que en estos momentos le otorga una significación peculiar. Proponer que el deporte es intrínsecamente reaccionario es por lo menos tan pueril como pregonar la destrucción de las máquinas o el fin de la pintura de caballete por sus fenómenos típicamente burgueses.

La obsesión tónica de progreso, mecanización física, «salto a lo imposible» que impera en casi todas las actividades deportivas de nuestro tiempo -incluso en algunos deportes de pelota, como el baloncesto, en donde la altura y la fuerza mandan cada día más-, no ha podido con el fútbol, por mucho que los pseudocientíficos de la afinación muscular hayan intentando hacer jugadores a partir de atletas. Un ejemplo reciente bastaría para apoyar la afirmación. Posiblemente eljugador que más atención internacional haya concitado en los últimos meses sea el argentino Diego Maradona. Y bien: Maradona, de quien se dice que pertenece a la estirpe del fabuloso Pelé, tiene una apariencia frágil, mide 1,65 metros y no descuella por su potencia. En resumen, la contraimagen del deportista- poder. Es que, por fortuna, el fútbol sigue siendo un juego, en el cual la fuerza y el empuje no sirven de nada si no cuentan con una relación de habilidad, inteligencia, astucia y talento creativo.

El fútbol es lo que son los hombres

«Después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que niás sé, a. la larga, acerca de la moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol», escribió Albert Camus, quien, dicho sea de paso, se desempeñó varios años como portero del equipo de la Universidad de Argel.

Y quizá sea cierto que el fútbol encierra una moral, con todo lo de dudoso y limitador que cualquier moral conlleva. En definitiva, una moral bastante menos insana que otras al uso, emanadas de los haceres revestidos de trascendencia que nos ofrece la sociedad del arribisrno. La ética del fútbol, la que se sobrepone a la fiebre de los resultados a cualquier precio y a la domesticación del genio personal deljugador en pro de una pretendida eficacia, incluye los conceptos de voluntad y sacrificio. En este sentido, habría que aceptar ante los pensadores inflexibles, es tan engendradora de culpas como la Biblia. Pero la ética del fútbol, además y por sobre todo, se basa en la creatividad individual puesta al servicio de un equipo con el objeto dejugar bellamente.

Todos los grandes equipos que he visto, desde el Real Madrid de Di Stéfano hasta el Brasil campeón mundial de 1970, pasando por la Holanda de Cruyff o la Hungría de Farkas y Bene, jugaban con felicidad. Esto era lo que les permitía no dejar pasar a un contrario sin tirársele a los pies para intentar pellizcarle la pelota -«en plan obrero», corno diría algún comentarista- y, segundos después, hacer circular el balón de bota en bota con un exquisito cuidado. Estos equipos erradicaron la mezquindad. El Santos brasileño de la década de los sesenta -en el cual Pelé contó con su mejor partenaire, un gordito diabético llamado Countinho-, proclamaba que no le importaba encajar tres goles por partidó si ellos podían marcar cinco. Los grandes teams de fútbol nunca se cuidan la piel; así, dan un respiro y un poco de alegría al hincha que, durante los restantes seis días de la semana, habita una sociedad donde la ley es aferrarse con sigilo a unas pocas y tristes certezas. Todos los grandes equipos, por fin -como también todos los miles de equipos formados por gente que no busca otra satisfacción que jugar, digámoslo en homenaje al amateur-, son neuróticos: los persigue la obsesión de jugar bien, porque jugar bien es la manera de marcar muchos goles. ¿Y qué es el gol? Una sublimación de instintos agresivos, por supuesto. Nada más fálico, nada que remita más directamente a la penetración sexual que la imagen de un balón cruzando la línea de gol como una exhalación. La red se estremece como las paredes de una vagina. El portero pierde la virginidad y con ella el decoro. Pero no importa: contará con nuevas oportunidades de lucirse desviando al córner, con la punta de los dedos, una pelota envenenada. Y por mucho que pesen sobre el delantero las interpretaciones y sobre el hincha las advertencias, aquél seguirá buscando la manera de enganchar el balón en el aíre, si es posible de tacón, y meterlo por la escuadra, para que éste se conmueva durante años con la foto del momento plástico y trascendental, como otros individuos sensibles se conmueven con la lanzas fálicas de las pinturas de Paolo Ucello. Y será erróneo sostener que el fútbol contribuye a cimentar el orden jerárquico social: mientras los poderosos de la sociedad no ceden ssu poder ni sus prerrogativas en tanto cuentan con los medios para defenderlos, el poderoso del fútbol cae por el propio peso de su juego decepcionante.

No es su materia hecha de energía, inteligencía y estética lo pernicioso del fútbol. Lo pernicioso es justamente aquello que mata su alma de juego; la maquinaria del dinero que convierte al jugador en una mercancía de uso limitado y lo condena al ostracismo tras la treintena; la cuantificación del talento, la persecución de la eficacia, la destrucción de lo natural en pro de las funciones en el campo que persiguen resultados y taquilla; el aparato chismográfico y existista del periodismo especializado, volcado a restituir por medio de lo banal el interés por un deporte que las estrategias híeren de aburrimiento; la manipulación de un espectáculo fascinante por parte de Gobiernos que ven en él un arma más digerible que las promeas o la represión.

Pero mientras esté demostrado que no se pueden fabricar jugadores de fútbol como se fabrican recordmen, que no son precisamente los paises acumuladores de medallas cronométricas los que producen artistas del balón, el juego -sometido a las mismas leyes de desafuero y agresividad que todos los fenómenos de nuestra estructura social- seguirá erigiendo una fiesta a su alrededor cada domingo. Y la fiesta deberá ser redimida. En tonces, como dijo Jean Giradoux, «la pelota no permitirá ningún engaño, sólo efectos sublimes...».

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