Los latifundistas andaluces abandonan la escena política
«Como se me pongan tontos, les quito el pienso», comentó Jerónimo Domínguez y Pérez de Vargas, marqués del Contadero, siendo alcalde de Sevilla, cuando algunos concejales se atrevieron a discrepar de sus decisiones. El marqués usaba un lenguaje propio de terrateniente y, a la vez, desvelaba así lo que fueron hasta los años setenta las corporaciones que el dedo franquista impuso al frente de la ciudad. Ahora los grandes latifundistas se han retirado de la escena política inmediata por diversas causas y, acomodados a regañadientes al nuevo régimen, dividen sus escasas ilusiones entre una CD que saben débil y una UCD de la que no terminan de fiarse.El advenimiento de la República fue el toque de alarma general para el señorito sevillano, que vio en peligro sus privilegios de clase, basados en la propiedad del principal medio de producción: la tierra. Con más de la mitad de la extensión provincial ocupada por fincas superiores a las 250 hectáreas, los latifundistas eran dueños y señores de las vidas de 141.541 trabajadores, casi la mitad de la población activa de la época. No fue extraño, por tanto, que ilustres apellidos de entonces apareciesen como participantes más o menos activos en las maniobras desestabilizadoras del sistema republicano.
Las crónicas periodísticas de la época dan cuenta de que el día previsto para el levantamiento de Sanjurjo se celebraron varias reuniones en el casino de labradores para festejar -precipitadamente- la victoria y ofrecerse a los golpistas. Y tampoco era de extrañar que las masas populares asaltasen dicho centro reaccionario, o el llamado nuevo casino, o las casas de los Ibarra y los Luca de Tena.
Con estos antecedentes es fácil imaginar que la época dorada para el terrateniente fue la inffiediatamente posterior a la victoria de Franco. Librados, vía caudillo, de los partidos y sindicatos obreros, los dueños de la tierra pudieron simultanear tranquilamente la extracción de plusvalía y el disfrute de cargos políticos en el Ayuntamiento de Sevilla, la diputación provincial y las cámaras agrarias. Muchos de ellos, además, ya no tenían que levantarse temprano para estar a las ocho de la mañana en el bar La Punta del Diamante, de donde salían a diario las milicias voluntarias de caballistas a la caza del rojo.
Ya el primer gobernador que nombró Queipo de Llano en Sevilla, tenía uno de esos ilustres apellidos. Se trataba de Pedro Parias, al que una sobrina imploró inútilmente para que evitase el asesinato del marido, Blas Infante. Es el mismo que el 10 de agosto de 1936 ordena que «corporaciones y partículares han de abstenerse de hacer recomendaciones e interponer influencias en favor de las personas sometidas a las autoridades. Bien entendido que, en todo momento, ha de anteponerse el interés colectivo al individual, por lo que serán considerados como enemigos beligerantes no sólo aquellos que se opongan a la causa, sino los que amparen o recomienden». (Recogido por Manuel Barrios.)
Hasta bien entrados los sesenta, estos terratenientes monopolizarán la vida política provincial, a pesar, en muchas ocasiones, de su incultura. En la alcaldía sevillana estarán Ramón de Carranza -también presi.dente de la Diputación-, el citado marqués del Contadero, Mariano Pérez de Ayala y Félix Moreno de la Cova, ganadero, cuyo padre se había distinguido en la represión nacionalista en Palma del Río. Más tarde llegarían Juan Fernández Rodríguez-García del Busto, «el único médico al que se le murió un cliente en la cornisa», como explica el escritor Manuel Barrios refiriéndose a sus servicios profesionales a Carrero Blanco.
Al frente de la Diputación estarán, entre otros, el propio Ramón de Carranza, Miguel Maestre y Lasso de la Vega («Soy un señorito andaluz porque señorito es un diminutivo de señor y, hasta ahora, lo que yo conozco por señor es una cosa de categoría», declaraba a Abc) y Mariano Borrero Hortal, yerno de Carrero Blanco y coprotagonista de un pintoresco pleno de dicha corporación en torno a la bandera andaluza. Eran tiempos en que «los diestros en manejar caballos y maestros en refrescar manzanilla» podían vanagloriarse de perder setenta millones a las cartas en una sola noche, arrojar a un pobre desgraciado al coto de Doñana desde una avioneta o arrasar con un Land Rover el chiringuito de un jornalero detenido como militante de izquierdas.
Nuevos tiempos
Estos tiempos pasaron y cuando quisieron darse cuenta, Sevilla ya no les pertenecía ni los gobernadores civiles les consultaban. Los cambios en la estructura socioeconómica del país y en las posiciones de cada clase también se reflejaron aquí, y cuando entra un nuevo Parias de alcalde, nieto del anterior, lo hace de la mano del Opus y la tecnocracia. El señorito se ha confiado tanto y ha aprendido tan poco que, aunque conserva parte de su poder económico, va perdiendo el protagonismo político que tenía.Lo que no quiere decir que se conformen con la nueva situación. Todavía muchos creen que «esto ha sido un accidente» y estarían encantados de que hubiese una invólución o al menos un Gobierno fuerte que meta en cintura a este país, porque «con la democracia los obreros no quieren trabajar». Por eso el 15 de junio votaron sobre todo -y, presumieron de ello- a Alianza Popular. Pero en marzo de 1979 se dejaron los sentimentalismos a un lado y votaron, útilmente, a UCD, de la que no acaban de fiarse.
Y no se fian, entre otras cosas, por la ambigüedad de la ley de Arrendamientos y la de Fincas Mejorables. La primera trataría de consolidar la propiedad familiar a exportaciones. Según los técnicos del IRYDA, hay sólo en la sierra norte 173.074 hectáreas mejorables, como las 1.200 de Diego Puerta, en Castilbanco de los Arroyos, las 2.300 de Blanca Ybarra y Lasso de la Vega en el mismo término, o las 1.500 de Eugenio Fontán Pérez, en Alanis. En cualquier caso, lo nuevo es que el latifundísta no participa directamente en la vida política. Sólo en la lista de CD, en Sevilla capital, hay algún nombre -en puestos menores- que «suene» a la tierra, como Esquivias, Loring o Leyva. En UCD no hay absolutamente nínguno, aunque en los pueblos, veinticinco de sus 101 alcaldables, sean propietarios agrícolas de menor relieve.
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