La infibulación y la excisión anulan la capacidad sexual de la mujer
Actualmente, la excisión y la infibulación se practican en 26 países, desde el cono de Africa y el mar Rojo hasta la costa atlántica y desde Egipto hasta Tanzania, comprendiendo también la mayor parte de Nigeria, los dos Yemen, Arabia Saudita, Irak, Jordania, Siria y el sur de Argelia. Con mucha menos frecuencia se realiza en algunas tribus de América Latina, Brasil, Perú y México, así como en Malasia y Pakistán. Como escribe el doctor Gérard Zwan (El sexo de la mujer), «el odio al clítoris es casi universal».
Durante mucho tiempo se pensó que estas prácticas eran patrimonio exclusivo de pueblos con religión musulmana y tenían su fundamento en el Corán. Desgraciadamente se realizan también entre poblaciones cristianas, coptas y animistas y sólo una interpretación tendenciosa y deformada de algunos pasajes del Corán permite encontrar en el mismo su justificación. Además, su origen es más antiguo, pues ya Herodoto y Estrabón las citaban y aunque no se ha podido confirmar el hecho de que algunas momias de mujeres egipcias presentaran huellas, de esta «iniciación», sí es cierto que se practicaba en el Alto Nilo en tiempos faraónicos, como lo demuestra un papiro fechado 163 años antes de Cristo.
Según una leyenda fue Sarata, verdadera esposa del profeta Ibraim, quien por celos realizó la primera excisión sobre la esclava Hediara (que tuvo relaciones con el profeta, para conseguir un hijo, puesto que Sarata, naturalmente, era estéril).
Dejando de lado su verdadero origen, difícil o imposible de conocer, por lo que respecta a las razones que se dan para justificarlas, varían de un país a otro, incluso de una etnia a otra, pero todas tienen un común el escondido deseo de reducir la capacidad sexual de la mujer. Entre los dogón la excisión es obligatoria, debido a que en su cosmogonía la niña tiene un elemento masculino, el clítoris, que debe extirparse, pues es contrario a su naturaleza y no le permite convertirse en una verdadera mujer (por los mismos motivos que para arrancar el elemento femenino practican la circuncisión sobre los niños, pero está claro que sus consecuencias no son comparables). «Una niña con clítoris es como un niño», dicen, y es evidente que esto no es posible, Hay que señalar la diferencia, sobre todo en un sistema social en donde esta «diferencia» supone también necesaria y automáticamente una inferioridad.
El fantasma de la mujer castradora está presente a la hora de justificarlas; «los bambara extirpan el clítoris con el pretexto de que su dardo puede herir al hombre, pudiendo incluso ocasionarle la muerte». Entre los tova del Gran Chaco se considera el clítoris como un diente que queda, una vez que todos los otros han desaparecido de la vagina de la mujer.
Por lo que respecta a la infibulación, aunque la razón aducida es la de proteger a la mujer contra la violación, está claro que la verdadera es la de impedir que la mujer pueda tomarse «libertades» antes del matrimonio y, sobre todo, eliminar toda posibilidad de que pueda producirse placer a sí misma por la masturbación.
El clítoris, un órgano vergonzoso
Es muy frecuente considerar el clítoris como un órgano de placer estéril, vergonzoso e incluso peligroso, pero no sólo entre los países en vías de desarrollo; en Europa, durante los siglos XIX y XX (el último caso de circuncisión femenina conocido se realizó en 1948), se practicaba la excisión y cauterización del clítoris, sobre niñas y mujeres, por orden de los sabios doctores, con el pretexto de masturbación, ninfomanía, histeria o locura, «para calmar los ardores de las mujeres siempre a merced de su fisiología».
El que generalmente sea la mujer quien lleva a cabo la intervención, si bien como dicen algunos «especialistas» puede efectivamente responder al deseo de identificación, de que la hija repita la experiencia de la madre, incluso cuando sea una experiencia desgraciada, significa fundamentalmente que la mujer acepta, se resigna al papel de transmisora de la ley del hombre. Es la ejecutora de esta ley, contra la cual sabe que no puede rebelarse, pues si someterse a ella significa sufrimiento transgredirla supondría para la hija la muerte social, la segregación, la pérdida de la única identidad posible, la de esclava. Difícilmente encontrará un marido (elemento imprescindible de integración en el grupo) y, en muchos casos, se le asimilará a la prostituta.
Además de los terribles y a veces definitivos traumas psicológicos que esto produce en las niñas, las consecuencias físicas son estremecedoras. Las mutilaciones suprimen en la mujer toda posibilidad de placer clitoridiano. Según el informe del doctor Shandall en la conferencia de Jartum, el 80% de las mujeres examinadas no habían, experimentado ningún placer sexual jamás y 80 de entre ellas no sabían ni que existía. Más sorprendente es el resultado de la encuesta realizada entre los maridos, todos polígamos: preferían la mujer no sometida a la excisión porque es activa. Por otra parte son frecuentísimas las infecciones, retenciones de orina y reglas (sobre todo cuando hay coágulo), lesiones de útero, quistes sobre las cicatrices, la vulva y la vagina. En las regiones más atrasadas, entre un 5 y un 6% de mujeres mueren a causa de esta intervención, sobre todo a la hora del parto, pues «las venas y arterias cicatrizadas tras la excisión y la infibulación estallan con frecuencia durante el parto, dando lugar a fuertes hemorragias que causan la muerte».
Naturalmente, «el progreso» llega a todas partes y en algunos países, como Mali, se trata de «civilizar» estas mutilaciones, realizándolas en hospitales, bajo anestesia local. El Gobierno maliano parece olvidar que no por ser «higienizadas» estas prácticas son menos aberrantes y que hay «heridas» que nunca pueden cicatrizar en el cuerpo de una mujer.
Utilización anticolonial
Todo esto es indignante, incomprensible, es cierto, pero lo que es francamente espeluznante es la utilización que ciertos políticos hacen de estas «costumbres ancestrales propias de nuestra cultura», los cuales, apoyándose en la lucha contra el colonialismo, «que quiere despersonalizarnos» (lo que es evidente), incitan y estimulan la continuación de la práctica de estas iniciaciones, como un elemento de identidad y unión. Como el caso del líder Jomo Kenyata, que en su libro A la sombra del monte Kenya escribió: «Ni un solo kibuyo digno de este nombre se casará con una muchacha que no haya sido sometida a la excisión, pues esta operación es la condición sine qua non para recibir una enseñanza moral y religiosa.» Una vez más la ley del papá-líder impone el sacrificio de la mujer, escondiendo su hipocresía falocrática bajo la coartada de una causa justa.
En la «progresista» Guinea el 84% de las mujeres son sometidas a la excisión y en la «socialista» Somalia el 98% son infibuladas. Unicamente Sudán ha prohibido oficialmente estas prácticas, lo que no significa que no se realicen, lejos de ello, y equipos preparados de médicos, asistentas sociales y sociólogos recorren el país en una campaña justa y clara, destinada a extirpar de la mente de los hombres los ancestrales temores que crea la «necesidad» de estas mutilaciones, y de las mujeres, la sumisión resignada a esta práctica humillante.
En este Año Internacional del Niño negarse a hablar del problema, sin poner en obra todos los medios posibles para solucionarlo, es, empleando la palabra más suave posible, una salvaje hipocresía. Felizmente la mujer africana, como la europea, americana o australiana, se ha despertado. La resignación, sumisión y humillación pierden terreno. La mujer ha decidido encontrar su propia identidad y, según todo parece indicar, está decidida a llegar hasta el final.
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