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Reportaje:Italia, ante el acoso del terrorismo / 1

Brigadas Rojas: la historia se escribe con sangre

20 de enero de 1979El comandante del vuelo 133 de Alitalia, de Palermo a Milán, contempló al grupo que subía por la escalerilla: dos carabinieri con metralletas, un barbudo preso con . esposas y dos guardias armados más.

-Armas, no -dijo.

Los policías sonrieron, haciendo caso omiso. ¿Es que el piloto no sabía de qué se trataba? Trasladaban a Renato Curcio a otra prisión. ¿Tampoco sabía quién era Renato Curzio? Pues el fundador de las Brigadas Rojas. ¿Sabía qué eran las Brigadas Rojas?

-Fuera armas o no despego -dijo el piloto- Además, quítenle las esposas, a no ser que quieran que se ahogue si tenemos que hacer un amerizaje forzoso.

Renato Curzio siguió la discusión con una especie de irritada altanería. Era su expresión favorita y le hacía parecerse a Al Pacino cuando representaba a Serpico. Esto era, por lo menos, lo que mucha gente pensaba al verle en las cubiertas de las revistas de todo el país, lo que ocurrió cuando las Brigadas alcanzaron el cenit de sus cuatro orgiásticos años de terrorismo político con el secuestro y asesinato del ex primer ministro Aldo Moro. La campaña de secuestros, disparos a las rodillas con escopetas de cañones recortados y asesinatos, llevada a cabo por las Brigadas Rojas, había amainado desde la muerte de Moro, pero ya estábamos en enero de 1979 y la «revolución armada» comenzaba de nuevo a cobrar vida. Volvería a verse en las portadas el rostro de Curzio.

-Vamos,dentro -dijo uno de los carabineros.

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Habían llegado a una solución intermedia. Entregarían, durante el tiempo que durase el vuelo, sus armas a la tripulación y Curzio permanecería esposado por una sola mano a uno de los guardias durante el despegue y el aterrizaje.

La sarcástica pregunta de si sabía qué eran las Brigadas Rojas, hecha por los policías al piloto, era más seria de lo que imaginaban. La misma pregunta había sido formulada, aunque en un tono diferente por uno de los abogados encargados de la defensa en el juicio celebrado en 1978. en Turín, en el que Curzio y 45 camaradas fueron acusados de terrorismo. «¿Por qué estos jóvenes de ambos sexos son revolucionarios?». había preguntado el abogado defensor. «No son hijos de nadie. Proceden de nuestro mismo medio.» El Fiscal hizo otro tipo de preguntas. ¿Con cuántos miembros contaban? ¿Podían alzar suficientes fuerzas en todo el país como para que Italia se hiciese ingobernable? Y, en caso de que no pudiesen, ¿terminaría la interminable ola de terrorismo por alterar la estructura política del país? Tras interminables vistas y desfile de testigos, ni juez ni jurados habían, en opinión de Curzio, encontrado las respuestas correctas. ¿Por qué? «Porque -como dijo a uno de sus abogados cuando éste fue a visitarle a la prisión- se niegan a comprender.»

Según Curzio, solamente pretendían eliminar la revolución; no averiguar cuáles eran sus causas. Ahora le trasladaban a Milán para otro juicio, cuya celebración tendría lugar a mediados de febrero.

El Gobierno cristianodemócrata, enfrentado a otra amenaza de crisis, intentaba mostrar una vez más al público que tomaba medidas acerca de las Brigadas.

21 de junio de 1978

Antonio Esposito se despertó y alargó el brazo para alcanzar el bloc de notas que se encontraba encima de su mesilla de noche. Era una costumbre. Por la noche se despertaba y garrapateaba en él los fragmentos de memoria que inhibían sus sueños: nombres, matrículas de automóviles, sucesos lejanos. frases dejadas caer al azar, cualquier cosa que estuviese conectada con cualquier hecho susceptible de brindar un nuevo enfoque a sus investigaciones.

Pero ya era de día. Mientras le traía su café, su esposa, Anna Maria le habló acerca de los planes que habían hecho para alquilar durante el verano una casita al borde del Adriático.

-Si termino mi trabajo en la fecha prevista -repuso Esposito.

-Después de lo que te han hecho, no creo que tenga demasiada importancia si lo terminas.

-Claro que la tiene.

-Antonio. Si a ellos no les importa, no sé por qué te tiene que importar a ti.

No les importa. ¿Sería verdad? Durante seis meses, la pregunta le había estado inquietando. Desde aquella circular enviada en enero de 1978 por el Ministerio del Interior. Hasta entonces, Esposito había sido el jefe de la brigada antiterrorista de Génova. La reorganización de personal a que la circular hacía mención le había reducido a comisario del puesto de policía, dotado con una fuerza de cuatro hombres, de la estación turística estival de Nervi, situada a unos nueve kilómetros de Génova. Y, lo que era peor, había desmantelado virtualmente todo el sistema antiterrorismo del país. Trescientos agentes, todos, como él, de importancia clave. habían sido diseminados en puestos lejanos o de poca importancia mientras los archivos se extraviaban o inutilizaban. Ni un envío masivo de armas hubiese ayudado más a los terroristas.

Como se podía prever, en menos de un mes, las Brigadas Rojas atacaban de nuevo. Primero fue el juez Riccardo Palma, especialista en prisiones. Muerto. Después le tocó el turno a Berardi. Berardi había colaborado con Antonio en la captura de dos miembros de las Brigadas Rojas. Espósito pensó que la próxima vez le tocaría a él. Pero los brigatisti decidieron que su próximo objetivo sería Aldo Moro..., y lo consiguieron. ¿Y por qué no, si Italia no contaba con ningún medio eficaz para impedir los asesinatos políticos?

Oficialmente, la reorganización iba dirigida a la instauración de un nuevo y mejor sistema de seguridad. Si ésta era la realidad, el momento elegido no pudo ser más inoportuno, ya que el sistema no estaba ni mucho menos preparado todavía para nada.

21 de junio de 1978

Antonio y Anna María Espósito salieron del edificio en que se encontraba su apartamento situado en las laderas de San Fruttuoso y desde el que se podía ver Génova. El, más bien bajo y regordete, aunque de graciosos movimientos de atleta; ella, delgada y atractiva. Miraron de derecha a izquierda la vacía calle. Sus paredes, agrietadas por soles y lluvias, mostraban las pintadas realizadas con botes de spray.«No vale la pena votar. Dispara», «Muerte a los fascistas. Armas al obrero».

Entraron en su Fiat 126 de color rojo y Anna María se puso al volante. Hacía sólo unos meses, cuando todavía era el jefe de la policía antiterrorista de Génova, Antonio contaba con una escolta y protección, pero ahora era su esposa quien tenía que dejarle en la parada del autobús antes de ir a su trabajo en el departamento de policía de Génova.

Mientras conducía, Anna Maria charlaba. En la fiesta de San Antonio, el domingo pasado, su hija, Raffaela, había alcanzado un gran éxito tocando su pequeño órgano eléctrico.

-¡Había que ver el sentimiento que ponía, para una niña de seis años!

Al llegar a la base de la colina, surgieron, como un alarido de último momento, más pintadas: «¡Viva Mao!», «Policia-Moro = Imbéciles».

Anna María tomó la llana recta de vía Alberti y desembocó en la piazza Martínez; al salir de ésta, les seguía un joven montado en una Honda.

Anna María atravesó el túnel que cruzaba las vías del ferrocarril y Antonio pudo ver, sobre una de sus iluminadas paredes, un cartel, como uno de los muchos que se habían pegado en las paredes de toda Italia, en el que Aldo Moro mostraba su triste sonrisa. ¡Qué asco!

Al salir del túnel, Anna María disminuyó la velocidad. Tras ella, el joven que pilotaba la Honda también redujo la suya, manteniendo una distancia de dos coches entre el automóvil y la moto.

19 de junio de 1978

Los quince presos -catorce hombres y una mujer, todos ellos jóvenes- hicieron su entrada en la sala esposados y encadenados, andando con el extraño balanceo de quienes no pueden hacer uso de los brazos. Uno a uno atravesaron la puerta de la jaula, de unos diez metros de largo, que había sido montada en tino de los laterales de la sala. Los guardias procedieron a quitarles los hierros y el juez preguntó a los presos si deseaban decir algo antes de que los miembros del jurado se retirasen para decidir el veredicto.

Se levantó uno de los presos. «Como luchadores cornunístas que somos» -leía un documento preparado de antemano- «asumismo colectivamente la total responsabilidad de cualquier actividad pasada, presente o futura, realizada por las Brigadas Rojas». Entre éstas actividades estaba incluido el asesinato, cinco semanas antes, del ex primer ministro Aldo Moro, «la más alta expresión del movimiento revolucionario contra el Estado».

Ante tal demostración de fanatismo autoinmolador, la jaula y los policías que, en uniforme de combate, estaban desplegados alrededor de todo el edificio, comenzaron a dar la impresión de que eran algo exagerados.

El juez, envuelto en su negra toga y con el blanco babero cuadrado bajo su barbilla, estaba sentado en un sillón de alto respaldo, situando inmediatamente debajo de un crucifijo blanco que colgaba de la pared. Los seis miembros del jurado -tres a cada lado del juez- llevaban cruzadas sobre su pecho sendas bandas con los colores de Italia: verde, blanco y rojo. Detrás de cada miembro del jurado, aunque sin banda tricolor, se sentaba, dispuesto a intervenir en el momento en que fuese necesario, un sustituto. Para entonces, las Brigadas Rojas habían ya asesinado a otros dieciséis hombres, en un intento de intimidar al «criminal Estado», que juzgaba a sus camaradas y habían amenazado señalar la terminación del juicio con otro asesinato.

La pregunta que, amenazadora, se cernía sobre el juicio era: ¿quién sería el próximo?

El martes, EL PAIS publicará el segundo y último capítulo de este reportaje: «Las Brigadas Rojas nunca han sido tan vulnerables como ahora.»

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