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Tribuna:Ante la formación del próximo Gobierno / 1
Tribuna
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La investidura parlamentaria

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(Profesor de Derecho Político de la Universidad Complutense)En algunos Estados con régimen parlamentario, como Gran Bretaña, Holanda o Dinamarca, no se requiere que el Parlamento respalde la formación del Gobierno con una expresa votación de investidura. Existe la presunción de que el ejecutivo goza de la confianza parlamentaria mientras que las Cámaras no aprueben una moción de censura u otra propuesta que implique desconfianza en el equipo gobernante. Es lo que se ha denominado parlamentarismo negativo. La costumbre en Bélgica y la Constitución en Italia obligan al nuevo Gobierno a presentarse ante las Cámaras para obtener la investidura, pero, en ambos casos, los decretos de nombramiento de los ministros completan el proceso de formación del Gobierno y éste entra en funciones sin esperar el voto de confianza de las Cámaras. Como ha señalado la doctrina italiana dominante, la formación del Gobierno. y la investidura quedan así configurados como dos procedimientos autónomos, pero subsiste la cuestión de determinar el alcance exacto de las competencias del Gobierno antes de ser investido: plenitud de atribuciones o sólo para la Administración ordinaria.

La Constitución española plantea la cuestión de diferente manera. Exige la investidura por el Congreso de los Diputados, pero ésta es previa a la formación del Gobierno, de modo que sólo tras la obtención de la confianza parlamentaria pueden dictarse los decretos de nombramiento del equipo gubernamental. Es decir, existe aquí -y es importante subrayarlo- una formación parlamentaria del Gobierno, en la línea de lo establecido por la Constitución francesa de 1946, por la Ley Fundamental de Bonn de 1949, por la Constitución japonesa de 1946 y por la sueca de 1974. En consecuencia, en nuestro régimen constitucional la investidura es una rase del procedimiento de formación del Gobierno.

Mediante el voto de investidura el Congreso de los Diputados realiza un acto de contenido complejo. En primer término, se trata de lo que Bagehot denominó «función de creación del Gobierno», y conviene determinar si, en nuestro caso, esto se refiere sólo al presidente o también a los ministros. El artículo 99 -siguiendo la pauta de las constituciones francesa, alemana, japonesa y sueca, antes citadas- exige la confianza parlamentaria solamente para el presidente, probablemente con la intención de subrayar la preeminencia de éste sobre los demás componentes del Gobierno. Sin embargo, no cabe excluir que -esporádicamente o con una regularidad generadora de una costumbre constitucional- el Congreso recabe para sí el poder de decidir sobre el Gabinete en su conjunto. En realidad, en la propia redacción del artículo 99 no faltan elementos que facilitan esa interpretación extensiva de los poderes de la Cámara. En efecto, a diferencia de la Ley Fundamental de Bonn, nuestra Constitución obliga al presidente propuesto a exponer ante el Congreso su programa de gobierno y no impide la celebración de un debate antes de la votación de investidura. En consecuencia, lo más lógico y probable es que aquí, como en otros regímenes parlamentarios (por ejemplo, el italiano o el belga), la Cámara deliberará sobre la declaración programática y los leaders de los grupos políticos tendrán así la oportunidad de emplazar públicamente al candidato a la presidencia a desvelar la composición de su equipo. Que éste pueda negarse a hacerlo, reservándose íntegramente el poder de organizar el Gabinete, depende, en buena medida, de la naturaleza de la mayoría. Si se trata de una coalición, no le será fácil rechazar las exigencias de los partidos que la forman, ya que éstos pueden condicionar su voto a que el presidente declare previamente la lista de ministros. Estas consideraciones parecen confirmadas por la experiencia de la IV República Francesa e incluso -y a pesar de sus disposiciones constitucionales- por la de la República Federal de Alemania, donde -como advierte Stein- la lista del Gabinete se conoce normalmente antes de la elección del canciller.

Gobierno y programa

Pero la investidura no supone sólo la creación del Gobierno por el Parlamento, sino también la adopción de unas orientación es políticas que han de armonizar y coordinar la acción del ejecutivo y del legislativo. Ello se materializa en la exigencia constitucional de que el candidato a presidente exponga el programa de gobierno, de modo que el otorgamiento de la confianza a una persona queda vinculado a la aprobación de un programa, que se convierte así en el contrato que liga a los gobernantes con el Parlamento y, por su intermedio, con el país.

En resumen, la investidura es el acto en que se formaliza la relación mayoría oposición y, por su importancia, debe ser una votación pública (aunque la Constitución no precisa este extremo), en la que los partidos se responsabilicen de su postura.

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Por lo que se refiere a la formación del Gobierno, en el sentido restringido de nombramiento de sus miembros, hay que empezar señalando que nuestra Constitución ha abandonado el planteamiento característico del régimen constitucional puro, que atribuía al jefe del Estado un poder de nombramiento directo y discrecional para todos los componentes del Consejo. Tal concepción venía recogida en la clásica fórmula: « El rey nombra y separa a sus ministros».

Ahora, y en consonancia con el carácter parlamentario de la Monarquía, el presidente del Gobierno, investido y nombrado conforme al artículo 99, tiene reconocida, en el artículo 100, la facultad de intervenir en la configuración del equipo ministerial.

La disposición formal del texto en estos dos artículos podría llevamos a pensar que hay aquí dos procedimientos autónomos: uno para el nombramiento del presidente y otro para el nombramiento de los demás miembros del Gobierno. Pero esta parece una interpretación errónea, siendo más adecuado caracterizar estos actos como dos fases de un mismo procedimiento, ya que el resultado es único: el Gobierno. Este, de acuerdo con el artículo 98, «se compone del presidente, de los vicepresidentes, en su caso, de los ministros y de los demás miembros que establezca la ley» y a él, como órgano colegiado, vienen atribuidas las fundamentales misiones de dirigir la política del Estado y ejercer las potestades ejecutiva y reglamentaria (artículo 97). No existe aquí una formación sucesiva del Gobierno, y a confirmalo viene el párrafo segundo del artículo 101, según el cual, «el Gobierno cesante continuará en funciones hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno». La Constitución, por tanto, ha previsto que habrá una toma de posesión y que ésta será «del Gobierno», requiriendo así que participen en este acto todos los miembros del mismo.

Por cierto, que la Constitución no describe el contenido del acto de la toma de posesión y no establece, en consecuencia, la obligatoriedad de un juramento, a diferencia de lo regulado en otras constituciones extranjeras (por ejemplo, la holandesa, la italiana y la de Alemania Federal), en la antigua Ley Orgánica del Estado y en el artículo 61 de la misma Constitución, en relación al Rey, al regente y al príncipe heredero. As!, la exigencia del juramento habrá de establecerse, en su caso, mediante ley, y parece razonable que, en tal supuesto, se adopte para el juramento de los miembros del Gobierno la misma fórmula del artículo 61. También resultaría congruente que tal juramento, como ocurre en Alemania Federal, se prestase ante las dos Cámaras, reunidas en sesión conjunta, ya que el Gobierno responde únicamente ante los representantes del pueblo, al haberse superado el antiguo principio dualista.

Toma de posesión conjunta

En todo caso, parece fuera de duda que la toma de posesión de todos los miembros del Gobierno ha de realizarse, simultáneamente, el mismo día. De lo contrario, se llegaría a un resultado constitucionalmente absurdo. En efecto, si el presidente -obtenida la investidura y publicado su nombramiento por real decreto, refrendado por el presidente del Congreso- toma inmediatamente posesión de su cargo para poder proponer al Rey el nombramiento de los restantes miembros del Gobierno y refrendar, a su vez, los correspondientes decretos, se produciría la paradójica situación de que habría, al mismo tiempo, dos presidentes del Gobierno. Por un lado, el presidente cesante, que -a tenor del artículo 101- ha de continuar en funciones «hasta la toma de posesión del nuevo Gobierno», pero también el presidente entrante, que encabezaría un Gobierno, todavía sin ministros. Evidentemente esta situación es inaceptable, en especial si se tiene en cuenta que pueden pasar varios días hasta que el nuevo presidente haya completado su equipo. En consecuencia, se impone que todos los miembros del Gobierno tomen posesión conjuntamente. Desde luego, ello plantea, la dificultad de que el presidente no es realmente tal -ya que la plena eficacia de su nombramiento queda subordinada a la toma de posesión- cuando propone y refrenda el nombramiento de sus colegas. Esta es una insuficiencia de nuestro Derecho constitucional que debemos arrostrar, a me nos de reconocer gravísimas antinomias en el diseño constitucional sobre la formación del Gobierno.

En cuanto al valor jurídico de la propuesta que el presidente hace al Rey para el nombramiento de los demás componentes del Gobierno, es necesario un análisis sistemático, ya que la mera interpretación literal del artículo 100 no aclara suficiente mente la cuestión. En efecto, la expresión propuesta -en terminología jurídica- implica que existe una autoridad con poder para rechazarla o aceptarla. En este sentido, por ejemplo, el Congreso de los Diputados puede otorgar o negar la investidura al candidato a presidente del Gobierno propuesto por el Rey, conforme al artículo 99. Por tanto, de la interpretación literal sólo se deduce que el Rey no puede nombrar ministro a alguien que no haya sido propuesto por el presidente. La cuestión de si el jefe del Estado puede oponerse a un nombramiento determinado exige analizar el artículo 100 en relación con el artículo 56, a tenor del que los actos del Rey serán siempre refrendados, careciendo de validez sin dicho requisito.

Consecuentemente, la oposición del Rey a una propuesta sólo será válida si aparece cubierta por el refrendo del propio presidente; es decir, si éste consiente -aun que sólo sea tácitamente- este rechazo y acepta proponer otro nombre distinto para el cargo de que se trate. Mas, si persiste en su propuesta inicial, el jefe del Estado deberá aceptarla, ya que su negativa carece de refrendo. De lo contrario, se arriesga a que el presidente, recién investido por el Congreso, presente su dimisión, abriendo así una crisis que desgastaría gravemente a la Monarquía.

Una interpretación sistemática de los preceptos constitucionales excluye, por tanto, que el jefe del Estado pueda oponerse abiertamente y por motivos políticos a un nombramiento que proponga el presidente, lo que además coincide con la práctica constitucional de las otras monarquías europeas, donde ya hace mucho que los reyes perdieron esta prerrogativa. Sin embargo, las sugerencias del jefe del Estado pueden llegar a desempeñar una influencia no desdeñable en la formación del equipo ministerial. Queda, por último, la posibilidad de que el Rey se niegue, por motivos jurídicos, a nombrar ministro a una determinada persona (por ejemplo, en el supuesto de que el candidato no sea de nacionalidad española o que haya sido judicialmente inhabilitado para el ejercicio de cargos públicos), y esto sí resulta plenamente congruente con el esquema de la Constitución, ya que el Rey, como los demás poderes públicos, está sujeto al ordenamiento jurídico y obligado a su cumplimiento.

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