Las ansias excesivas de un coche negro con chófer
Las elecciones generales dieron ya sus frutos. Es tiempo, pues, de hacer balance. El que aquí se pretende realizar no se basa tanto en los resultados definitivos como en un dato concreto: el número de abstencionistas y, más concretamente, el porcentaje de los que; sintiéndose progresistas o cuando menos liberales, en su sentido más profundo, hemos optado por no votar.Los expertos señalan que sumaríamos un 5% del total del censo. El resto de las abstenciones, hasta llegar a ese 32% definitivo, lo integrarían los impedidos, enfermos, no censados o imposibilitados de votar por razones ajenas a su voluntad, a más de un porcentaje indeterminado de abstencionistas que no admiten el sistema democrático por considerarlo excesivamente justo y osado.
Pues bien, la parte de ese 5% de no votantes cuyas simpatías políticas se enmarcan en lo que tradicionalmente se entiende por «izquierda» creo que tienen sobradas razones para explicar su abstención.
Los partidos de la izquierda, básicamente el socialista y el comunista en el ámbito estatal, han gozado de dos años de actividad legal. Uno de ellos, dominador de la minoría de la izquierda, optó hace tiempo por ocupar o acceder al poder, democráticamente, se entiende. Es decir, antepuso los intereses electorales a la defensa y propaganda de las ideas que pretende representar. Es probable que media hora de televisión valga más que 10.000 militantes, si nos movemos en el terreno del pragmatismo de las papeletas, pero entonces no se entiende esa euforia y convicción apriorística de ocupar el poder si tenemos en cuenta que quien controla despóticamente la caja idiota es el partido rival.
Metidos ya en el terreno pragmático de la política profesional, olvidadas -siquiera temporalmente- las ideas que conforman una determinada concepción del mundo, una ideología, ese partido dominador en la izquierda debía de haber asumido dos convicciones: que la política de los votos exige profesionales competentes (en la misma medida que cualquier producto comercial nuevo que se pretenda introducir con éxito en el mercado), y que los que consideran que una ideología determinada no debe de ser degradada en aras de las poltronas y los coches del PMM son coherentes al no votar.
Se podrá decir -de hecho ya se dijo- que los tiempos cambian, que los nuevos fenómenos sociales arrumbaron con buena parte de las doctrinas políticas originarias, que Marx, en un caso, y Lenin, en otro, han sido superados en una parte de sus análisis, pero para decirlo hay que demostrarlo previamente. Dos años de legalidad son suficientes para que los partidos marxistas hubieran sentado las bases de sus respectivos centros de estudios sociales, por ejemplo. Los tiempos han cambiado, efectivamente, pero mucho más de lo que piensan quienes se educaron políticamente en la lectura de los clásicos, y es probable que hoy Marx y Lenin deban de ser releidos con otros criterios, pero también es probable que la política, en tanto que actividad de unos profesionales, sea algo más que el quehacer maquiavélico de pasillos o los discursos asignificativos.
En la noche del 1 de marzo, cuando en las sedes de los partidos se seguían febrilmente los primeros escrutinios, se reunían en Madrid más de 7.000 personas para escuchar a Rory Gallagher, un rockero irlandés muy marchoso. Era algo más complicado ir al Pabellón de Deportes del Real Madrid que al colegio electoral de turno, pero en aquel pabellón repleto de porros ofrecían algo concreto, música y cachondeo, y en los colegios electorales los partidos de la izquierda ofrecían buena voluntad teórica y una escandalosa ausencia de autocrítica. Todavía está por oír el «está bien, nos hemos equivocado. Vamos a intentar comprender el por qué», tan frecuente en otras profesiones.
Autosuficiencia, falta de rigor, desprecio por el análisis científico, ansias desbocadas de despachos con antesalas, un panorama excesivamente mediocre para quienes creemos -probablemente sin excesivo fundamento- que el ser humano es más atractivo e importante que un coche negro con chófer.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.