El techo constitucional de las autonomías territoriales: un problema básico / y 2
Catedrático de la facultad de Derecho de Madrid.Juez del Tribunal Europeo de Derechos del Hombre.
El problema capital respecto al modo de operar las transferencias o delegaciones de las facultades del Estado en favor de las comunidades autónomas es este: ¿puede y debe realizarse en los estatutos de autonomía o no? La cuestión no es, en absoluto, baladí. Los redactores de los proyectos de estatutos vasco y catalán, quizá por inercia del sistema de la Constitución de 1931, han resuelto este importante tema por la afirmativa y han incluido en el texto de los mismos explícitas cesiones de competencias estatales. Con, todos los respetos, entiendo que el texto de la Constitución no autoriza, en absoluto, esta solución, antes bien, la condena claramente. Mi propia tesis es que la transferencia o delegación de facultades de titularidad estatal, según la Constitución, ha de hacerse necesariamente mediante ley orgánica, pero una ley orgánica unilateral del Estado, no por la peculiar ley orgánica que son los estatutos de autonomía. No parece difícil de justificar este aserto.
Que la transferencia o delegación ha de hacerse «mediante ley orgánica» lo dice con explicitud el propio artículo 150.2, de modo que no resulta cuestionable. Los redactores de los proyectos de estatutos han entendido, sin embargo, que como éstos tienen carácter de ley orgánica, según el artículo 81.1, la exigencia formal puede quedar cubierta con la inclusión de esas transferencias y delegaciones en el texto de los estatutos. Pero la conclusión me parece insostenible. Los estatutos se aprueban como leyes orgánicas (que es lo que dice el artículo 81.1), pero son algo más que leyes orgánicas ordinarias, sencillamente porque en su elaboración, aprobación y reforma interviene alguien más que el Estado: interviene la comunidad autónoma respectiva, incluso, al menos en el supuesto de las comunidades de régimen especial (que son las tres históricas, Cataluña, País Vasco y Galicia, disposición transitoria primera, más las que puedan y quieran cumplir las condiciones del artículo 15.1), con el criterio de norma o pacto o de liberum veto por parte de dicha comunidad.
Como, por otra parte, la autonoinía de las comunidades está construida en la Constitución como un «derecho» de las poblaciones respectivas a «acceder a su autogobierno» (artículo 143), derecho que se expresa en la iniciativa estatutaria (esta es, justamente, la diferencia básica del sistema autonomista de nuestra Constitución con el sistema federal, que constituye ya la distribución de competencias de manera formal), resulta imposible, a mi juicio, sostener que ninguna comunidad tiene «derecho» a recibir la transferencia o delegación de facultades del Estado y a recibirla con mayor o menor extensión. Las comunidades podrán expresar, una vez constituidas por virtud del correspondiente estatuto, aspiraciones a recibir tales facultades, pero quien únicamente puede decidir la oportunidad y el alcance de dicha transferencia o delegación es el Estado mismo, unila.teralm ente. Es este el efecto más obvio de que las competencias sean suyas y sólo suyas, de que la Constitución las haya calificado precisamente de «exclusivas», lo que implica necesariamente que la disposición sobre las mismas haya de ser también exclusiva. Por eso, y no por casualidad, el artículo 150.2 hace del Estado el sujeto único de la decisión de transferencia o delegación: «El Estado podrá transferir o delegar en las comunidades autónomas ... » La transferencia o delegación de facultades constitucionalmente ajenas no puede ser una expresión de un «autogobierno» de las comunidades (*).
Pero hay razones aún más profundas. Transferir (lo que parece implicar trasladar bloques competenciales enteros, respecto a una determinada materia para su ordenación y/o gestión autonómicas) y delegar (lo que supone trasladar sólo una gestión a realizar bajo dependencia y control del delegante) competencias «exclusivas», constitucionalmente calificadas como tales, no puede significar, en modo alguno, enajenar tales competencias de manera más o menos definitiva. Esto supondría una vulneración de la Constitución, no una aplicación de la misma, puesto que una competencia que la Constitución ha querido estatal dejaría de serlo en adelante, virtualmente, de forma definitiva, puesto que el Estado no podría recuperar nunca dichas competencias por su sola decisión. Esto esjustamente lo que pasaría si esas transferencias o delegaciones se incluyesen en los estatutos de autonomía, puesto que la reforma de éstos precisa de la voluntad expresa de la comunidad autónoma respectiva. El viejo dogma de la inalienabilidad de la soberanía (aquí, si se prefiere, de las competencias estatales calificadas de exclusivas por la Constitución) impide definitivamente la inclusión de la misma en un pacto vinculante e inderogable, como los tribunales contencioso dm inistrativos declaran todos los días, a propósito de los contratos y concesiones administrativas, que por ello siempre son susceptibles de ser unilateralmente modificados o rotos por la Administración.
Se apunta así a un argumento de cierta consistencia: la exclusividad constitucional de la competencia a transferir o delegar exige, inexcusablernente, una disponibilidad perpetuamente libre para recuperar dicha competencia, revocando la transferencia o delegación. La exclusividad no puede ser sólo un título inicial que se emplee para destruir definitivamente tal cualidad y hacer entrega plena e irrecuperable de una competencia de ese carácter a un tercero. Y esto es, justamente, lo que garantiza la técnica de la ley orgánica ordinaria del Estado, la posibilidad de que por contrarius actus la ley sea derogada o corregida unilateralmente por las Cortes, si cesa la oportunidad de la transferencia o de la delegación, o si de las mismas se ha hecho un uso impropio, o, en fin, si la eficacia de los servicios de que se trata (criterio que ha de ser básico en la materia y que sería absurdo que exigiese cada vez referenda de reforma estatutaria en todas las regiones afectadas) aconseja un reparto o un ajuste competencial distinto. La exclusividad de una competencia tiene que garantizar una titularidad remanente y última, que no sólo no impida seguir, como cosa propia, los avatares de las facultades trasladadas, sino que permita recuperar éstas total o parcialmente, cuando el interés general puede aconsejarlo.
Pondré un ejemplo concreto, para evitar los riesgos del razonamiento puramente abstracto. Los dos proyectos de estatuto intentan construirse un régimen financiero y tributario propio, cuando es inequívoco que esto es en la Constitución una competencia exclusiva estatal (artículos 133, 156 y 157). Si recordamos que los tributos que las empresas catalanas y vascas pagan en sus domicilios no se limitan a los beneficios o al tráfico que las mismas realizan en las provincias autónomas, sino a todos los que realizan en todas las provincias del Estado, es evidente que una atribución total de tales cuotas tributarias no es la expresión de un «derecho al autogobierno» de las poblaciones respectivas, sino una medida unilateral sobre fondos tributarios que han pagado, mayoritariamente, Incluso en el caso de empresas de actuación nacional (bancos y siderurgia vascos, textiles o editoriales catalanes, Seat, Iberduero, etcétera), las poblaciones de las demás regiones; no están decidiendo, pues, sobre algo propio, sino que están intentando apropiarse de algo que también pertenece a los demás, con un título no menor. En definitiva, están decidiendo que los impuestos que pagan por sus coches, o por sus vestidos, o por la electricidad que consumen, o por sus servicios bancarios, andaluces, extremeños, castellanos, gallegos, etcétera, que en la realidad son poco más que consumidores de las industrias catalana y vasca, irán a parar a beneficio exclusivo de los ciudadanos de estas regiones. Esta es la razón de la calificación como estatal de la materia tributaria; el Estado podrá transferir, delegar, ceder (artículo 157) impuestos, fondos, otorgar recargos, construir una esfera más o menos amplia de finanzas autónomas, y, a mi juicio, deberá hacerlo; pero, por tratarse de una competencia exclusiva, podrá y deberá reajustar constantemente estas transferencias y cesiones mediante leyes unilaterales, no embargadas por aceptaciones previas de las poblaciones que en un momento dado las han recibido, aceptaciones que es claro que nunca se producirán cuando supongan una pérdida de una ventaja o de un privilegio adquirido (lo que también vulneraría otro principio constitucionaVexplícito, artículo 138).
Decía antes que la técnica de la transferencia o delegación me parecía tan importante, por lo menos, si no más, que la lista misma de las materias transferibles, y espero que ahora se comprenda por qué. Lo que la Constitución ha querido es construir un Estado cuyos vínculos de unidad no se deshagan o se desmembren irremisible mente (artículo dos). Las autonomías territoriales están al servicio de «las culturas y tradiciones, lenguas e instituciones» de los pueblos de España, dice el preámbulo, pero no pueden ser pretexto para desguazar, «sin techo» constitucional establecido, un Estado eficaz. Transferencias y delegaciones deben dar lugar, más que a competencias abruptas y definitivamente cortadas e incomunicadas, a una efectiva cooperación y coordinación entre los dos grandes protago.nistas del sistema (como es hoy absolutamente común en todos los sistemas federales: «federalismo de cooperación»), con lo cual podrán significar una de las claves del orden político-administrativo de las autonomías. Para ello deben entenderse como tales transferencias y delegaciones, no como enajenaciones o entregas definitivas e irrecuperables.
El Estado ha de ser resueltamente generoso en el empleo de esa técnica en favor de las comunidades autónomas, incluso en favor de algunas que lo precisan más que otras, técnica que permite asociar a las poblaciones a la gestión efectiva de los asuntos que directamente les conciernen. Pero esa generosidad no puede ser una trampa definitiva que rompa su estructura o que la someta a rigideces o a bloqueos insuperables, que todos los ciudadanos pagarían en eficacia, en despilfarro y en frustración política. Nuestro futuro depende, quizá en mayor medida que de otros temas más aparentes, de éste y de sus soluciones técnicas concretas, en las cuales radica una de las claves para que la gran esperanza abierta por la redistribución territorial del poder político pueda encaminarse por vías positivas.
(*) Dada la índole de este trabajo, no parece preciso agotar la argumentación sobre el texto constitucional. Añadamos sólo incidentalmente: 1. El hecho de que el artículo 149.3 permita a los estatutos de autonomía asumir las competencias residuales a que el precepto se refiere contrasta expresivamente con el artículo 150.2, que habla de leyes orgánicas para la transferencia de titularidades exclusivas. 2. El artículo 81 califica de leyes orgánicas no a los estatutos de autonomía, sino a las leyes que los aprueban por parte del Estado («voto de ratificación», dice en su supuesto el artículo 151.1-3.º), y en todo caso los distingue expresamente dé «las demás leyes orgánicas previstas en la Constitución», lo que es justamente el caso del artículo 150.2. 3. El artículo 148.2 no contempla el mismo supuesto que el artículo 150.2, sino sólo la asunción de las facultades de ejecución que el airtículo 149.1 prevé, como ya vimos más atrás. 4. Un supuesto de transferencia específicamente previsto en la Constitución y ya aludido en el texto, el de las policías autónomas, artículo 149. 1, número veintinueve, que opera respecto de una competencia exclusiva del Estado, exige, de manera inequívoca, una ley orgánica distinta del estatuto. 5. El propio artículo 150.2, al prever contenidos mínimos de la ley de transferencia «en cada caso», está refiriendo actuaciones puntuales, leyes singulares atenentes a competencias y contenidos concretos, no a las grandes y genéricas divisiones competenciales propias de los estatutos.
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