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Las canas de Felipe

Rosa Montero

Lo que más duelen son las canas de Felipe.Hablaba ayer Cueto con su agudeza habitual de las no risas de nuestros diputables, de esa tristeza crispada de hombres pillados en funeral ajeno con la que nos abruman los líderes en los cartelones. Una, que es mesetaria y de raigambre estoica, está dispuesta a soportar su aire de plañideras contenidas y cosas aún peores. Paso, por tanto, porque UCD no haga fotos de estudio de su Suárez y nos adolfe la ciudad con un presidente pescado por la cámara en pleno trajín laboral, en mitad del Parlamento, como si el hombre es tuviera diciendo y haciendo todo el rato y no tuviera tiempo de posar. Y paso por la inefable publicidad centrista en los periódicos, esas páginas de entre vistas marcianas por las que nos enteramos que Herrero de Miñón tiene un gato llamado «Constitución», que Edward Kennedy va a votar a la UCD, o que Leopoldo Calvo Sotelo se pasó la vida acaudillando heroicas huelgas estudiantiles para casarse, en el transcurso de una de ellas, con la hija del entonces ministro de Educación, a modo de Ceniciento del movimiento universitario, pero sin perder ningún zapato.

Aguanto con paciencia inquebrantable la publicidad «cedista», esos pendones color verde esperanza-verde insecto-verde náusea que ponen una nota señorial a las farolas urbanas, y que deben responder al aliento aristocrático de Areilza, como si su ancestro condal favoreciera esta publicidad de enseñas medievales. Y aguanto también los cartelones que anuncian una CD catastrofista con la misma envoltura con que los grandes almacenes vocean sus rebajas, que hay que mirar varias veces los murales encabezados por la palabra PRECIOS para constatar que no se trata de unos saldos. Aunque, bien pensado, sí que tienen algo de saldos políticos y de restos de serie los CD.

Se soportan con resignación cristiana, y nunca mejor dicho, los anuncios de UN, que parecen publicidad de la vigilia mariana, cartelones cuya sola imagen te conmina a coger el rosario o el cilicio, con esas manos abiertas entre las que tiembla el perfil de España, como si de la llamita del Espíritu Santo se tratara.

Por último, una es incluso capaz de perdonarle al PCE esas órdenes tan tajantes que reparte a troche y moche: que meta no sé qué en la cesta de mi compra y que me siente en no sé dónde, porque la campaña les ha salido a los comunistas al grito de «!Ar!» y pon tu voto a trabajar, que una bien quisiera hacerlo, pero no tengo el voto amaestrado y se me niega.

Pues bien, se puede sufrir calladamente todo esto, porque lo que duele son las canas de Felipe. Era el González, en la campaña pasada, un muchacho despechugado y sano, aire joven a renovar los rancios pasillos oficiales, porque en aquella época el país entero parecía querer cambiar las ideas, las edades y los modos, así es que los psoes se anunciaban a todo colorín y con dibujos ingenuos. Pero hete aquí que en sólo año y medio, ¡ay dolor!, Felipe ha perdido el color y se ha quedado agrisado. Y cómo ha envejecido la criatura... Ese aire de cincuentón presidenciable..., y las canas que le han trepado a las orejas... Que este chico era un chico hasta hace poco y ahora se nos ha convertido en un señor, abrasado por el fulgor que da la presidencia. Y aunque ahora, al final de la campaña, el PSOE haya sacado un cartel nuevo y animoso, un dibujo de campo verde, cielo rosa y flor rojísima, una policromía voluntariosamente juvenil, a la que han recurrido quizá espantados de su propia ancianidad, a mí me siguen doliendo las canas de Felipe, porque son el síntoma de que en este país la política va a continuar siendo telarañosa y vieja; que son tristes las canas socialistas por lo que significan de arrugas y pliegues interiores, porque representan esa senectud precoz por la que todos estamos siendo devorados.

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