Giulini, Stern y la Orquesta Nacional

La presencia de dos artistas tan grandes como el violinista Stern y el director, Giulini, dio al último concierto de la Nacional significación extraordinaria. Pocas veces podremos escuchar una versión del concierto de Brahms como la protagonizada por el fabuloso violinista y coprotagonizada por el maestro italiano. Stern entiende la obra en su larga intensidad lírica, en su incesante cantabilidad. En el tercer tiempo, la gracia de la fórmula rítmica, tocada de cierto aire popular, vigorosa y comedida se evidencia como consecuencia lógica de todo lo anterior. Es Stern, un virtuoso en la más exigente interpretación del término; pero sobre ello domina un pensamiento musical de altos quilates que nos llega a través de un sonido prodigioso. El conjunto de valores se resuelve, por otra parte, en un discurso tan natural en su fuerte expresividad, tan incisivo sin necesidad de retórica, que la gran página brahmsiana luce con luminosidades de estreno. Giulini llevó la orquesta con poderío e identificación con el solista. Dirigió más bien un concierto en el que existe, alzándose sobre el gran sinfonismo del maestro de Hamburgo, el protagonismo del violín. Ejemplar traducción y ejemplar trabajo de los profesores de nuestra ONE, literalmente fascinados por la personalidad del ilustre visitante.Hemos escrito otras veces sobre Giulini desde el extranjero. Bien sabemos que no es lo mismo el trabajo continuado con una orquesta que el eventual con otra después de cuatro ensayos. Sin embargo, Giulini, con un raro concepto de la utilidad del tiempo de ensayo, impuso a la Nacional su versión de la Séptima sinfonía de Beethoven. Versión grandiosa, concebida y realizada en un solo trazo e iluminada de coloraciones sólo posibles en un pensamiento latino. Quizá por esto, durante la audición, el recuerdo de Argenta me venía una y otra vez, a la mente. Con gran calidad sonora y desde una fuerza energética que es valor radical de la obra, Giulini desarrolló todo el proceso de continuidad, estableció con exactitud las líneas de tensión, acentuó, respiró, hizo frasear, impulsó y contuvo. Detalló con precisión aspectos de dificil diferenciación -como cuantos contiene el primer tiempo-, movió el allegretto desde una pulsación capaz de vitalizar la expresión cantabile de la larga melodía, aligeró el scherzo y su «trío» y tiró de lasriendas en el final a fin de que se escuchase el dibujo y no sólo la fuerza. La relación entre los tiempos contribuyó poderosamente a la fuerte unidad de la construcción y el resultado total bien justificaba el término tantas veces traído y llevado: apoteosis. De ritmo y claridad, de impulso interno y potencia sin quiebra de la sonoridad, de aliento humanístico y hondura.

El Real, después del concierto, como tras la versión de la Séptima, se convirtió en puro clamor. No hubo rémora en el aplauso y el « bravo » ni prisa por salir. Así, Isaac Stern, Giulini y la Orquesta Nacional recibieron, durante mucho tiempo, el homenaje del público. A sus ovaciones unimos la nuestra más cerrada.