Libertad de voto de los católicos
Teólogo
El comunicado electoral hecho público el día 8 del corriente por la Comisión Permanente del episcopado español pretende «dirigir» el voto de los católicos en las próximas elecciones. Concretamente, parece presionar a los fieles para que voten en favor de los partidos que se oponen a cualquier despenalización del aborto y a la institución del divorcio civil y defienden a capa y espada un concepto de «libertad de enseñanza» que supone la subvención del Estado a escuelas clasistas para las clases pudientes o a escuelas confesionales organizadas autoritaria e inquisitorialmente, con mengua de la libertad de opinión e incluso con actitudes discriminatorias por razón de religión o ideología. La comisión episcopal trabaja así, de hecho, en contra del posible voto a las izquierdas.
Yo no pretendo criticar aquí esta acción de propaganda política. Pero quiero explicar a los creyentes católicos que hayan podido sentirse perplejos, que, según la buena teología, el parecer de nuestros obispos deja intacta su plena libertad de votar como a ellos les parezca. Tener claras ideas en este punto es el único modo de impedir que la «soberanía que reside en el pueblo» pueda convertirse, por lo que toca a las masas católicas, en un «poder político absolutista» usufructuado por la jerarquía.
Para dejar claras las cosas, es necesario superar viejos errores y tenaces equívocos.
Durante muchos siglos (concretamente desde el siglo VII hasta entrado el siglo XX), los teólogos católicos, empezando con San Isidoro de Sevilla, pensaron que el Papa y los obispos tenían derecho a «mandar» en los comportamientos políticos de los católicos cuando a ellos les pareciera conveniente. Este error fue superado por Pío XII, en un discurso de 2 de noviembre de 1954, y luego, más amplia y claramente, por el Concilio Vaticano II. De todos modos, hay aquí trece siglos de error, que han dejado huellas profundas en el inconsciente colectivo de la jerarquía.
Pero, además, superado este error, ha sido conservado sutilmente mediante un grave equívoco. Porque se viene a decir esto: el Papa y los obispos no tienen derecho a «mandar», pero tienen derecho a enseñar con autoridad lo que es «bueno» o «malo» en el comportamiento político. Así no me mandan que vote o no vote tal cosa. Pero me dicen que es «bueno» votar tal cosa y que es «malo» votar tal otra. Y yo tendría obligación de hacer lo que ellos me dicen que es «bueno» y de no hacer lo que me dicen que es «malo». Y siguen mandando, quitándome mi libertad de conciencia y condicionando mi responsabilidad política y humana.
Aquí hay un equívoco fenomenal, del que, quizá de buena fe, se viene abusando en gran medida en Italia, desde que se acabó la segunda guerra mundial.
Vamos por partes. Según la buena teología tradicional (no ya la teología más moderna, crítica y avanzada), el Papa y los obispos tienen una función de magisterio para adoctrinar a los fieles en materia de fe y de moral. Pero esta función, siempre según la teología tradicional, sólo en casos muy contados es infalible. El Concilio Vaticano I definió, en 1870, que el Papa es infalible solamente cuando define ex cathedra. Pero resulta que el Papa no define así casi nunca. Desde el Concilio Vaticano I, es decir, en 108 años, no ha dado más que una definición ex cathedra, la que dio Pío XII, el 1 de noviembre de 1950, referente a la Asunción de María Santísima, algo que no tiene nada que ver con el voto de los católicos a los partidos de izquierdas.
Por tanto, tememos que esas «enseñanzas» de lo que es «bueno» o «malo» que hagamos en política, concretamente con nuestro voto, son enseñanzas no infalibles. Y, ¿en qué situación se encuentran los católicos frente a esas enseñanzas no infalibles del magisterio jerárquico?
Los grandes teólogos (tradicionales) de fines del siglo XIX esclarecieron bien el margen de libertad de los fieles respecto a dictámenes del magisterio auténtico no infalible. El padre jesuita Domenico Palmieri, en su Tratado del Romano Pontífice (1877, página 632), dice que uno no está obligado a aceptar la enseñanza no infalible en el momento que se le presenten motivos que le persuaden otra cosa; y eso, aunque sus motivos puedan ser falsos, pero él de buena fe los juzga válidos. Y otro jesuita célebre, Christian Pesch, decía en sus Prelecciones Dogmáticas (t. L. número 521) que en cuanto aparezcan motivos suficientes para dudar es prudente dejar de hacer caso a las enseñanzas no infalibles. Y lo mismo dicen otros teólogos de la época.
De modo que la buena teología tradicional no tiene ninguna idolatría respecto al magisterio y no da pie a que se aproveche éste para mantener solapadamente un poder de «mando» político de la jerarquía sobre los católicos. Supongo que también lo entienden así los obispos de la Comisión Permanente.
Según la encuesta publicada en EL PAÍS, el 6-2-1979, de unos encuestados que se declaran creyentes (no todos «católicos») en un 94,6%, el 52% considera que el primer problema actual es el paro; un 20%, que el paro es el segundo en importancia; un 21%, que el primer problema es el terrorismo; un 28%, que éste es el problema número dos. Porcentajes pequeños proponen como primer o segundo problema en importancia la carestía de vida, la crisis económica, la situación política, la delincuencia o la conflictividad laboral. No aparecen en primero ni en segundo lugar la penalización del aborto, el mantenimiento de la indisolubilidad civil del matrimonio o la subvención a las «escuelas católicas».
Creo que los católicos abordados en esta encuesta en nada traicionan su catolicismo por pensar políticamente como piensan.
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