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El divorcio, báculo de la familia

La aparente paradoja del título de este artículo es una tímida respuesta a la provocación de los gritos lanzados por la extrema derecha -«el divorcio, cáncer de la familia», «el divorcio, lacra social», «el divorcio, atentado al orden»,, «el divorcio, ruina de España», «oponte al divorcio» y un largo etcétera- que desde los muros del centro urbano madrileño, en los que, con excepción de los períodos electorales, manda como en sus propias fincas, presiden, hace ya meses, nuestra cotidiana circulación automovilística y peatonal.Ahora, la derecha de siempre, con más afán de poder y mas infulas de respetabilidad que nunca, los ha hecho suyos y con otras formulaciones, pero desde los mismos supuestos, y con los mismos fines, los está convirtiendo en metralla de su campaña electoral. Por eso requieren un mínimo análisis. ¿Dónde cabe situar en el espectro ideológico dominante en el mundo occidental este ataque al divorcio, esta consagración excluyente y definitiva del tipo de familia tradicional?

De forma parcial, en los países de desarrollo intermedio a los que pertenecemos, y, de manera plena, en el área de los países posindustriales a la que decimos querer incorporarnos, hay cuatro tipos de organización de las relaciones sexuales y reproductivas entre hombre y mujer: 1) la familia de vínculo matrimonial indisoluble y de estructura de poder patriarcal; 2) la familia de matrimonio reiterable y ordenación jerárquica de disimetría atenuada; 3) la pareja cerrada, monogámica, con voluntad de permanencia, pero sin confirmación jurídico-institucional; y 4) la que se proclama superadora de la pareja y se funda en la existencia, de relaciones múltiples, simultáneas, abiertas, discontinuas, situadas o no en un ámbito social estabilizado (comuna).

Esta tipología, de vigencia social obviamerite diferenciada, correspondería a las siguientes cuatro posiciones ideológico-sociales: reaccionaria, conservadora, progresista y revolucionaria. De ellas, la conservadora, o sea, la que representa la familia de matrimonio reiterable, ejerce en la sociedad industrial desarrollada una supremacía indiscutida, como consecuencia de su extraordinaria productividad social.

En efecto, el grupo familiar es el instrumento privilegiado para la reproducción de todo sistema social y esta función parece cumplirla, con mucha mayor eficacia, hoy y en la sociedad occidental, la familia moderna con posibilidad de divorcio que la tradicional de matrimonio único. Por lo demás, hay una abrumadora evidencia empírica -Paul Bohannan, Jessie Bernard, William P. Goode, Max Rheinstein, Ronald Cohen, John Scanzoni, etcétera- sobre el hecho de que el divorcio, en los países anglosajones, lejos de ser el cáncer-lacra-peligro- atentado que claman nuestros domésticos ultras, ha contribuido, de forma decisiva, al reforzamiento de la práctica matrimonial y, con ello, de la institución familiar.

Ni los niveles de inestabilidad psicológica o de inadaptación social son sensiblemente más elevados en los hijos de padres divorciados que en los de no divorciados, ni la monogamia progresiva que, según Alpenfalls, instaura el divorcio ha llevado, excepto en insignificante medida, más allá del segundo matrimonio en la sociedad norteamericana. Añádase, como muestra de la vitalidad social de este tipo de organización familiar, el altísimo porcentaje de personas divorciadas, que constituyen en EEUU una segunda familia que dura.

Por otra parte, los estudios del Instituto Nacional de Demografía francés señalan que las relaciones generacionales interfamiliares -las familias de los padres con las familias de los hijos- son hoy más frecuentes e intensas que hace cincuenta años. Pero, sobre todo, la prueba más convincente de la pujanza de la institución familiar moderna es que haya reducido la cohabitacion juvenil sin lazos jurídicos -que constituye el tercer modelo a que nos hemos referido antes- a la condición de versión actual del noviazgo. En efecto, los estudios de Louis Roussel y otros evidencian que el 44% de los que se casaron en Francia en los años 1976 y 1977 habían vivido juntos antes de legalizar su unión, o que el 94% de las mujeres y el 76% de los hombres de dieciocho a veintinueve años que cohabitan extramaritalmente acaban contrayendo matrimonio con la misma o con otra persona, antes de los 35 años de edad.

¿Quiere esto decir que afirmemos la superioridad intrínseca de la familia moderna que incluye el divorcio frente a la familia tradicional que lo excluye? En modo alguno. Nuestra consideración no es axiológica, sino funcional y su único objetivo es el de mostrar la pertinencia de las formas y contenidos institucionales con el sistema social al que pertenecen. Y a este respecto las observaciones anteriores no parecen controvertibles.

Ahora bien, siendo esto así y dado que por una parte no se trata de astrofísica, y que, por otra, los prohombres de la derecha española son gente viajada, ¿cuál puede ser la razón última de su ofensiva antidivorcista? A mi juicio, el compartir el error de la vulgata marxista, de que los comportamientos ideológicos, aunque contradigan la realidad o la falseen, son totalizadores y unitarios, y que, por ende, una actitud reaccionaria en el tema de la familia conllevará una actitud análoga en la valoración de lo social, en la práctica política y, finalmente, en la electoral, que es la que ahora cuenta.

Pero esta apelación paleoideológica, en un país lanzado al progreso y a la modernización de sus éstructuras socio-económicas, supone establecer un divorcio -y éste, ciertamente, peligrosísimo- entre ámbitos instítucionales y comportamientos sociales que el buen funcionamiento social requiere que operen de consuno. Lo escandaloso no es que la clase de los privilegiados persista en el uso de sus privilegios -en este caso, la anulación canónica del matrimonio en tribunales romanos o norteamericanos, forma de divorcio reservada a los ricos-, sino que se empecine en la práctica social de la falsedad, en la consagración pública de la doble pauta.

Pedir la transparencia fiscal en la vida económica e imponer la opacidad marital en la vida familiar es someter la vida social a un macabro ejercicio de esquizofrenia. Clamar contra el divorcio cuando se es padre de familia y se ha sido conocido o procesado por adulterio, ¡ay Gonzalo, José María, Federico, Fernando y demás compañeros próceres!, es atentar contra la coherencia social, sin la que todo discurso es sólo caos y desorden. Y, desgraciadamente, la confesión que puede absolver a nuestros incoherentes adúlteros católicos no puede cancelar los efectos de la agresión social que su conducta/discurso produce.

Las elecciones son ocasión de conquistar el Poder. Sea Pero, también lo son, o deberían serlo, de hacer balance colectivo y no de legitimar posiciones y tapujos personales, de dejar, por una vez, hablar a la gente y no de venderle estampitas y patrañas, de discutir lealmetite las grandes opciones enfrentadas, de dar sentido y sustancia a la escabrosa figura de la representación política. Digo, de hacer democracia.

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