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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Del paro obrero y sus fantasmas

Escondida en la memoria tengo una imagen de niñez. Yo voy por la calle, de manos de mi madre. Hemos venido a Madrid para que me vean, una vez más, los médicos. La calle es ancha, llena de coches y tranvías, llena de gente. En la acera, recostado contra la casa, está sentado un hombre. Tiene, ante si un, pañuelo extendido sobre la acera. Varias mujeres, también algunos hombres, dejan caer sobre él, según pasan, pequeñas monedas. El hombre es joven, no tiene deformidades, parece sano, no dice nada. Yo le pregunto a mi madre por qué la gente: le da dinero si él no pide limosna. Mi madre me alecciona: «Es un obrero y no tiene trabajo. No gana para comer. Está en paro. »Hay todavía en mi memoria otro recuerdo, también de los años treinta, en plena República. Ahora estoy en Alcalá, una mañana de primavera. No sé por qué he hecho novillos y me he venido al parque. Hace un día espléndido, de aire tibio y rosas fragantes. El parque está casi vacío. Algunas mamás jóvenes vigilan los juegos de sus niños. Yo he estado primero en la rosaleda, he subido luego por el paseo de los pinos hasta el Chorrillo, he buscado renacuajos en el pilón y por los regatos, he bajado después entre los tilos a la plaza grande. Un hombre joven, vestido a lo artesano, lee allí un periódico, se aburre, viene hasta donde estoy yo y me ve hurgar en, un hormiguero. Me regaña: « ¡Déjalas, chico, que tienen trabajo! » E insiste: « Y tú ¿qué haces aquí? ¿Cómo no estás en la escuela?» Yo me engallo: «Y usted ¿por qué no está trabajando?» Me gano un coscorrón mientras me aclara: «Yo no soy como tú, gilí. Yo estoy en paro.»

He visto, días después, llorar a la Matea con mi madre y más tarde a ésta con nosotros mientras nos cuenta que los chicos pasan hambre y el marido les pega, cabreado, cuando llega tarde, borracho y cansado de tanto hablar con los hombres que, como él, buscan trabajo. Y he visto al Chichovas y a sus compañeros acudir por las mañanas, mientras nosotros vamos a la escuela, también a la plaza Mayor, junto al Ayuntamiento, por si se necesitan jornaleros; y cómo permanece allí cuando salimos al recreo y cómo está todavía sin hacer nada, sólo hablando, cuando corremos para casa al mediodía. Y he visto un atardecer desde lejos a la Guardia Civil de a caballo disolver los grupos de hombres que salían excitados de la Casa del Pueblo y gritaban por las calles.

El descubrimiento del paro, el aprender que por él un hombre alegre se vuelve sombrío y amargo, y las mujeres lloran, adelgazan, chillan, abofetean a sus hijos sin medida ni causa, y los chicos más valientes y fuertes se hacen tímidos, pidones, cobardes, está sin duda en las raíces de mi preocupación social. Por ello me alarma que ese fantasma se presente ahora entre nosotros, y que se cebe especialmente con los jóvenes y con quienes ya comienzan a sentirse viejos. Porque yo conocí un paro agrícola, remediable con sólo arreglar cunetas, plantar árboles o mejorar los cauces del río, pero este paro industrial, de ciudad, protagonizado por quienes comienzan a ser hombres y no pueden utilizar en nada los conocimientos recibidos a lo largo de su mocedad... El paro, yo lo sé, pues de algún modo me afecta personalmente, es algo humillante, deshonroso, para cuantos tienen un pasado pleno de trabajos y de pronto se sienten rechazados, convertidos en seres inútiles..., sin nada que hacer. Para los jóvenes, el no encontrar trabajo ha de ser por fuerza desmoralizador. Y peligroso. En el orden individual el peligro se llama droga, delincuencia, bandas armadas; en el orden político y social...

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Era también los años treinta, en plena República. Yo leía ávidamente cuanto caía en mis manos. Recuerdo muy bien las fotografías de dos diarios contradictorios, monárquico uno, republicano otro, que estaban a mi alcance. Abc y Ahora sólo coincidían en destacar la importancia del paro causado en Alemania, en Europa, por la crisis económica que tuvo sus orígenes en la primera gran guerra. Los noticiarios cinematográficos mostraban también escenas de parados, unas veces hambrientos, otras dispersados violentamente por la policía. Muy pronto, en las pantallas de los cines y en las fotografías de los periódicos, comenzó a verse con frecuencia la imagen de un hombre que se llamaba Hitler.

Pero eso es una historia que ya está escrita y no hace falta contarla.

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