La marginación de los homosexuales
LA DENEGACION por el Ministerio del Interior de la legalización como asociación del Frente de Liberación Gay de Cataluña merece un comentario que trasciende este hecho concreto, y es preciso hacerlo sin herir las conciencias de la moral al uso, pero perdiendo los temores a plantear lo que es un problema social y jurídico de mayor entidad de lo que se quiere reconocer. Sería excesivo arrojar sobre las espaldas de las autoridades gubernativas el peso exclusivo de esa que consideramos una actitud discriminatoria. Ya es conocido el celo con que se aplican a los homosexuales los artículos del Código Penal referentes al escándalo público y a los atentados a la moral y las buenas costumbres. Y también es un importante dato la dureza e implacabilidad con que la Iglesia. católica juzga esa modalidad especial de «pecado de la carne ». Pero no sólo gobernantes, legisladores y sacerdotes se distinguen por su actitud de intransigencia respecto a un grupo social que milita claramente en eso que se llama «los marginados». Dentro de los partidos de izquierda hay una vieja tradición que, ya en épocas de clandestinidad, vetaba el ingreso en esas organizaciones de homosexuales conocidos, y que hoy hace posible que se despache, desde las columnas del órgano de un partido, a un crítico de su política con alusiones chocarreras a su vida privada; rechazo y prohibición que, en otros países, como en la Cuba de Fidel Castro, ha tenido lamentables consecuencias, en forma de persecución social y penal de extremada dureza.Esa discriminación, que incluso a veces puede significar la cárcel, ha sido engendrada por una cultura y una escala de valores. Sus raíces son tan hondas que penetran en todo el cuerpo social, alimentan el repertorio de los chistes salaces, suministran material para los insultos más hirientes y perpetúan estereotipos a la vez ridículos y despreciables.
Y, sin embargo, las investigaciones de carácter empírico, la más célebre de las cuales es el informe Kinsey, realizado hace años en Estados Unidos, señalan que el porcentaje de población masculiná y femenina con experiencias o propensiones homosexuales es mucho más elevado de lo que la sociedad quiere reconocer. Parece, por ello, tan brutal e inútil la persecución administrativa y penal de la homosexualidad en las sociedades de tradición cristiana -mientras no medien delitos añadidos de otro tipo- como puede serlo el castigo del adulterio en otras culturas.
Una, sociedad democrática debe tratar de ampliar los márgenes de la libertad individual hasta que se confundan con los de la sociedad entera, y sin otro límite conocido que el tradicional de donde empieza la libertad ajena. Por eso resulta particularmente revelador que la decisión de unos ciudadanos con hábitos homosexuales de salir del ghetto y crear una asociación en toda regla sea recibida como una provocación o como una insolencia, en vez de ser reconocida como un derecho.
No entramos ni salimos en la polémica acerca de lo que debe entenderse por normalidad en el mundo reservado de las relaciones afectivas y del comportamiento sexual. Sólo opinamos sobre un conflicto entre las normas penales y las coerciones sociales, de un lado, y los derechos individuales, de otro. Ciertamente, hay gente a la que ofende la contemplación de un homosexual; pero hay otros a quienes molesta el estereotipo de macho representado -digamos- por Jorge Negrete o John Wayne. Lo único que debe importar a una sociedad pluralista, libre y civilizada es que ambos tipos de comportamiento sean posibles y que ninguno de ellos conculque las reglas cívicas establecidas desde el supuesto de que todo ser humano tiene derecho a organizar su vida privada como desee, en tanto no dañe a los demás.
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