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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los incidentes de Eibar

SOBRA LA razón a quienes, desde el País Vasco, señalan los peligros que encierra la ruptura en dos mitades, encontradas y hostiles, de la población que habita ese territorio. Si las tendencias que apuntan en esa dirección llegaran algún día a cristalizar, la comparación entre Euskadi y el Ulster sería algo más que una figura retórica.La línea política de esa posible fractura está dibujada en filigrana en las consultas electorales de junio de 1977 y diciembre de 1978. De un lado, los votantes fieles a los partidos con implantación en toda España -desde la gubernamental UCD hasta las secciones vascas del PSOE y del PCE-, para quienes la unidad estatal se halla fuera de discusión, aunque defiendan la necesidad de auténticas instituciones de autogobierno-. De otro, los seguidores de las formaciones nacionalistas -desde el PNV hasta los grupos federados en Euskadiko Ezkerra y Herri Batasuna-, para quienes el ámbito de actuación política se reduce a las tierras vascas, pero que difieren entre sí a la hora de elegir entre autonomía e independencia, o entre lucha pacífica y violencia.

La línea social de esa eventual partición está dada por la estrecha correlación entre esas dos opciones políticas genéricas y sectores bien definidos de la población: los inmigrantes de habla castellana, burgueses o trabajadores, votan mayoritariamente a partidos de implantación electoral en toda España, mientras que los habitantes cuyos orígenes familiares se remontan a la etapa anterior a la revolución industrial y que hablan o desean recuperar el euskera dan, en elevadas proporciones, sus sufragios, con independencia de que sean empresarios, campesinos u obreros industriales, a los programas nacionalistas. El desplazamiento de los votos, de una a otra elección, puede hacer mayoritaria a cualquiera de las dos opciones, de forma no irreversible. Pero es evidente que los derrotados constituirán siempre una minoría superior al tercio, y próxima a la mitad, del censo.

Estos datos, tan tercos que se resisten a cualquier manipulación fanática, hacen evidente que la ruptura en dos bloques antagónicos, separados por las emociones patrióticas, la cultura y el idioma, de la población que habita en el País Vasco llevaría a un destino trágico a un territorio en el que ninguna de esas dos comunidades podría imponer su dominio, salvo que utilizara procedimientos genocidas sobre la otra. Sobre todo si se recuerda la desigual distribución geográfica de los nacionalistas, seguramente hegemónicos en Guipúzcoa y tal vez en Vizcaya, pero minoritarios en Alava y muy poco influyentes en Navarra. A menos que se desee para el País Vasto un futuro de sangre y fuego, parece obvio que esas dos comunidades tienen no sólo que convivir entre ellas, sino fundirse en una sola comunidad que las abarque, devolviendo a la estratificación social su función de condicionadora de la vida política y aceptando que todo! los habitantes de Euskadi, cualquiera que sea su origen cultural, tengan los mismos derechos en la comunidad autónoma.

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Las responsabilidades, para llegar a esa conciliación incumben a todos los españoles. En ese sentido, comienza a ser preocupante la cristalización de estereotipos antívascos, tanto más. virulentos cuanto que se proyectan sobre un pueblo que tradicionalmente ha sido altamente apreciado y valorado en toda la Península. Un debate sereno y reflexivo entre el resto del país y los nacionalistas vascos que condenen el terrorismo y defiendan la democracia es una necesidad urgente para frenar esa peligrosa tendencia; debate que pueda ayudar, a los que habitamos al sur de Pancorbo, a no ignorar los hechos y a no errar en las valoraciones, pero que también puede servir a los vascos nacionalistas para entender que Fuerza Nueva y la izquierda extraparlamentaria, por ejemplo, no conspiran, en unión de centristas, socialistas y comunistas, para oprimir a Euskadi.

Se diría que algo comienza a moverse, dentro del nacionalismo vasco, para detener la marcha suicida hacia la formación de esos dos bloques antagónicos, cada uno de los cuales reproduciría similares espectros políticos y parecidos alineamientos de clases. Y es en la izquierda abertzale donde los síntomas son más claros. El enfrentamiento entre Euskadiko Ezkerra (donde milita el ex senador Bandrés y cuya más destacada figura es Mario Onaindía, condenado a muerte en Burgos en 1970) y Herri Batasuna (que ha dado asilo político al ex diputado Letamendía, gran inquisidor dotado de poderes para estigmatizar como «enemigos del pueblo vasco» a sus críticos, y a Telesforo Monzón, incomprensiblemente procesado cuando daba comienzo la campaña electoral) no sólo se relaciona con el apoyo político y moral de los segundos al terrorismo de ETA militar, sino con el esfuerzo de los primeros por dar una salida a la situación vasca.

Los incidentes producidos el sábado en Eibar, cuando una turba de seguidores de Herri Batasuna asaltaron el local donde el PSOE celebraba un mitin, puede ayudar a deslindar todavía más esas dos fracciones de la izquierda abertzale. No se trata ya sólo de que sus gritos alienten a ETA para seguir asesinando y expoliando. Herri Batasu na está cada vez más cerca, en sus emociones disfrazadas de ideas y en su violencia brutal disfrazada de práctica política, de aquellos jóvenes alemanes que en la década de los treinta invocaban simultáneamente al nacionalismo y al socialismo, convertían la etnia en ideología política y pensaban que Alemania era una nación proletaria. Por sus puños los conoceréis, que dijo el clásico; y también por su intolerancia para impedir que los líderes de un partido de tradición obrera se dirijan a los trabajadores.

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