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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El comunicado de los obispos

EL COMUNICADO de la Comisión Permanente del Episcopado Español merece un análisis detallado por la incidencia que sin duda ha de tener sobre las intenciones de voto de los católicos españoles. Pues a pesar de la instalación de parte del discurso en niveles de generalidad y la utilización de un lenguaje ambiguo en los puntos más conflictivos, lo cierto es que el documento encierra mensajes precisos y concretos.En el terreno de los principios generales, los obispos ratifican su plena aceptación de la democracia. La explícita y tajante condena del terrorismo no queda paliada -como en algunos documentos de los obispos vascos- mediante referencias atenuantes a la «violencia institucional». La declaración de que los sacerdotes que asuman cargos de representación o de liderazgo político no podrán simultanearlos con un ministerio pastoral no puede sino alegrar a los laicos que siempre consideraron negativa la incorporación de los sacerdotes a la política profesional, con independencia de siglas o banderas. La llamada al voto de los católicos («sólo razones graves y bien fundamentadas podrían excusar de esta obligación») que hacen los prelados está en consonancia con este compromiso abierto con la democracia y es muy de elogiar.

Sin embargo, cuando el documento pasa a ocuparse de las cuestiones directamente relacionadas con el núcleo de su discurso principal -«la responsabilidad moral» ante las próximas elecciones- el texto se eriza de sutilezas y ambigüedades.

El comunicado sienta como posición de principio el propósito de mantener a la Iglesia «por encima de toda opción de partido», con el doble argumento de que el respeto de la libertad de voto «favorece la libertad y la unidad de la Iglesia» y «sirve mejor al país». Ahora bien, la Comisión del Episcopado no desea tampoco «que se malentienda la independencia de la Iglesia», ya que ésta no puede permanecer «neutral» ante «las posibles amenazas contra los valores éticos o los derechos humanos». Así resulta que la existencia para el episcopado de «principios ideológicos que sobrepasan lo estrictamente político», extraídos de una interpretación del Evangelio «como fermento inspirador de la sociedad y sus estructuras», limita el respeto de la libertad de voto y la independencia de toda opción de partido. Algunos de los criterios que el documento expone no hacen sino reforzar su explícito compromiso con el ordenamiento democrático. Así, cuando señala la incompatibilidad entre los programas que persiguen «modelos totalitarios de sociedad» o predican «la violencia como método político» y la adhesión no sólo a los «valores religiosos» sino también a los «derechos humanos fundamentales». Los partidos y grupos de la llamada Unidad Nacional entran de lleno en esa caracterización. Mucho más imprecisa resulta la referencia, también condenatoria, a las «ideologías materialistas». En cambio, la exhortación del comunicado para tomar en consideración, de forma positiva, la «sinceridad, energía y competencia» de los partidos para afrontar «las grandes lacras sociales de nuestro país» pone de manifiesto la voluntad de la Iglesia de alinearse con «la causa de la justicia» y de ser consecuente con «la preferencia evangélica por los pobres».

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Pero estas instrucciones o exhortaciones genéricas parecen destinadas a ser el contrapeso del apartado en que la Comisión Permanente expresa sus preocupaciones «de cara a estas elecciones». No sólo la legalización del aborto -es decir, su despenalización- es presentada como «un caso típico de colisión entre política y conciencia cristiana». El mismo conflicto, señalan, «tal vez puede ocurrir también con determinados planteamientos de una ley de divorcio o con una educación coactiva que coartara el derecho de los padres a elegir el tipo de educación que debe darse a sus hijos». Esta parte del comunicado contradice los propósitos, anteriormente proclamados, de respeto a la libertad de voto y de independencia de la Iglesia de toda opción de partido, siempre y cuando no estén en juego los principios democráticos y los derechos humanos. Pues, en efecto, deja fuera del voto permitido a los católicos a aquellos partidos, por lo general situados en la izquierda, que incluyan en sus programas opciones divorcistas o planes de enseñanza que perjudican los intereses -materiales y económicos, además de espirituales- de la Iglesia española en este terreno. Aquí la Iglesia se nos muestra de nuevo como un aparato de poder que defiende sus intereses bajo la capa de la orientación moral. Y esta intervención en plena campaña electoral pensamos que debía y podía haberse evitado por quienes precisamente estuvieron tan prudentes a la hora de adoptar un compromiso rutundo con el proceso constitucional y democrático antes de las elecciones.

Finalmente, la irrupción de la jerarquía en la arena electoral no se limita a dibujar el retrato-robot de los partidos a los que los católicos no deben votar. La declaración de que «ni la disciplina de partido ni otros condicionamientos políticos» pueden legitimar el apoyo de los católicos «a leyes o actuaciones contrarias a la moral cristiana o a la doctrina social de la Iglesia, que es parte de esa moral», parece anticipar el propósito de la Conferencia Episcopal de seguir influyendo, mediante «recomendaciones morales», en la vida política del Parlamento. Una actitud esta, pensamos, muy en línea con el papado de Wojtyla y los nuevos vientos que soplan en Roma.

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