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Lárgate a Marraquech, encanto

No pasa nada, oye, te tomas un terroncillo humedecido con trescientas gammas Sandoz y al instante olvidas la propia mediocridad; o te metes una pizca de nieve en la nariz y tus vísceras se convierten en tejidos musicales, se te ponen las patitas muy dulces, los muslos casi azucarados y percibes un desgarro por el pliegue de la fecundidad como si dos caballos tiraran de tí en dirección contraria y te abriera en canal el bisturí de un radiante acorde de Bach. Seguro que no te van a dar ganas de acudir a las urnas cuando notes que el paquete intestinal se te ha llenado con el concierto de Brandeburgo. Entonces coges el paraguas de Mary Poppins y te elevas sobre la campaña electoral, te vas dando cates ebrios y felices contra los carteles de propaganda donde se ven ya unos líderes con la sonrisa escayolada por dentro con un esparadrapo. Vuela, encanto, sobre los funerales airados y lárgate a Marraquech antes de que te obliguen a meterla doblada por una ranura.Está claro que la libertad ha sido una prueba demasiado dura para cierta inteligencia y en la izquierda divina ya se ha despertado un refinado sentimiento de melancolía, un deseo freudiano de volver al claustro materno de la represión donde un día fue tan dichosa, acunada por la policía que le acariciaba el bazo con unas ,friegas de salvia.

Aquel dulce abuelito que daba la mano en las audiencias de los viernes como un madelman, desvencijado te hacía bueno, audaz e inteligente sin necesidad de levantarte del butacón del pub. A través del campari que enrojecía tu conciencia y el ventanal veías pasar el interminable rabo de dinosaurio y le contabas las últimas vértebras a la dictadura hablando aún del mayo francés. A pesar de todo eras feliz cada tarde cuando acudías a la fiesta de los gases lacrimógenos, aquellas nieblas cenagosas con los coches de la policía ululando y los fantasmas dentados de los guardias en un ballet moderno de Sam Pekinpah mientras por los aledaños Conesa pescaba rojos al arrastre. Después, en el entierro del estudiante, encendías una cerilla para iluminar el culo de saco de la Historia.

Pero ahora la democracia es la mediocridad, naturalmente. Entonces extiendes el brazo y te metes un chute y te vas al desierto donde Mahoma huele a nuez moscada y el sol de Alá durante el día alancea la explanada de Jamaa el Fna, en Marraquech. En aquel légamo humano de espesor fétido se agitan los encantadores de serpientes, ciegos limosneros, aguadores, equilibristas, ensalmadores, cuentistas de grandes batallas, curanderos, homosexuales que degustan moros mozalbetes a la brocheta bajo una calima de marihuana. Marraquech es de chocolate con leche bajo un oro polvoriento, un paraíso sensitivo con un crepúsculo de albaricoque maduro enmarañado de golondrinas que han hecho el nido en el artesonado de cedro del siglo IX en las tumbas de los seditas, un cielo liado de plegarias y alaridos desde los minaretes. Sientes que se te funde en el cerebro un fusible, ese nervio que une la inteligencia con el sexo. Puesto así la democracia es la mediocridad, naturalmente.

No sé qué podrías hacer, encanto. Atraca una farmacia, entra en una pastelería con un serrucho del cinco y degüella al dependiente; asalta una tienda de licores y huye: hacia el Sur porque esta libertad te va a sacar los forros de tu miseria, si no tomas anfetaminas en botijo o machacas una piel de plátano con gasolina hasta convertirla en papilla del desayuno. Esta libertad te deja sin escapatoria, la democracia te va a cortar todas las salidas. Sólo puedes huir por la chimenea. Ponte un supositorio de LSD, cuenta hasta diez, abre el paraguas de Mary Poppins y despega. Esto es demasiado duro para ti, encanto. Aquí hay que votar.

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