Vida como libertad
Los corresponsales de prensa más alertas vienen informándonos del gran interés que despiertan en estos momentos en Italia las obras de Ortega, sobre todo las relacionadas con las dimensiones social y política de la vida humana. En estos momentos se procede a la edición de los escritos políticos de nuestro pensador, así como de las lecciones públicas, recogidas bajo el título de Una interpretación de la historia universal, y de su libro póstumo El hombre y la gente, ensayo de sociología según la razón vital. Por las librerías italianas circulan también La rebelión de las masas y Del imperio romano, un volumen que, por cierto, es poco conocido en España, a pesar de que en él se contiene una aguda interpretación sociológica de la vida como libertad o como adaptación y un análisis en profundidad sobre la concordia y la discordia como correlatos situacionales de la dicotomía esencial sociedad-disociación que anida en el fondo de todo conjunto humano conviviente.Al parecer, la reivindicación en Italia del pensamiento socio-político de Ortega está corriendo a cargo de los socialistas de aquella otra península mediterránea. El hecho me parece de la máxima importancia, pues, para bien o para mal, a pesar de sus profundas diferencias históricas, hay un evidente paralelismo en el destino colectivo de España e Italia en lo que va de siglo.
Arcaísmo marxista
Algunos relevantes intelectuales del Partido Socialista italiano consideran que la grave crisis que atraviesa la Europa mediterránea hace inoperantes y tópicos los mensajes tradicionales de los autores encuadrados en esa corriente de opinión que ha dado en llamarse marxismo-leninismo y que la situación -la peligrosa situación- de nuestros pueblos del sur de Europa exigen planteamientos diferentes y más críticos. Y piensan que Ortega puede aportarlos. Mientras, en España, porque a Felipe González se le ha ocurrido decir que no es necesario ser «marxista» para ser un buen socialista, se ha armado un broncazo por todo lo alto, con imprevisibles consecuencias en las bases poco numerosas, pero radicalizadas de su partido, y con consecuencias, además, nada desdeñables para el resto del país, con unas elecciones generales encima. En medio de la melée han sonado palabras gruesas: traición, han vociferado los integristas del PSOE. Traición ¿a qué? Porque el marxismo no ha figurado hasta muy recientemente en los puntos programáticos de un partido centenario, legítimamente orgulloso de su pasado, y una de las alternativas reales de poder que pueden llevar a buen puerto nuestra recién estrenada democracia española.
Estoy totalmente convencido de que el socialismo español es una realidad sociológica mucho más plena y operante y con mayor porvenir que su homólogo italiano. Pero de lo que estoy también convencido es de que sus colegas italianos están demostrando mayor madurez teórica -y no se olvide que la teoría es una especificidad muy eficaz de la praxis- que los de la Península Ibérica.
Pero retornemos el eje básico de nuestro comentario. Según todas las informaciones que llegan a España, los socialistas italianos, en busca de planteamientos teóricos de recambio a los de los escolásticos del marxismo-leninismo, han topado con la monumental obra de nuestro Ortega, al que el Filósofo socialista Pellicani califica de profeta de la burocratización de la sociedad moderna y del peligro del estatismo.
No hay más que releer con una mínima atención La rebelión de las masas para advertir la exactitud del calificativo de Pellicani. Precisamente uno de los capítulos de este libro, uno de los máximos de nuestro pensador, se titula: El mayor peligro, el Estado. Allí denuncia Ortega la creciente prepotencia del Estado en la civilización contemporánea y predice que, si continúa esta tendencia, «la espontaneidad social quedará violentada una y otra vez por la intervención del Estado: ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la maquina del Gobierno. Y como, a la postre, no es sino una máquina cuya existencia y mantenimiento dependen de la vitalidad circundante que la mantenga, el Estado, después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético, esquelético, muerto con esa muerte herrumbrosa de la máquina, mucho más cadavérica que la del organismo vivo». Más adelante escribe Ortega: «¿Se advierte cuál es el proceso paradójico y trágico del estatismo? La sociedad. para vivir mejor ella. crea como un utensilio el Estado. Luego, el Estado se sobrepone y la sociedad tiene que empezar a vivir para el Estado.» Al referirse al creciente intervencionismo del Estado, Ortega escribe líneas más adelante: «A esto lleva el intervencionismo del Estado: el pueblo se convierte en carne y pasta que alimentan el mero artefacto y máquina que es el Estado. El esqueleto se come la carne en torno a él. El andamio se hace propietario e inquilino de la casa. »
Sociedad y Estado
Esta rápida antología de denuncias orteguianas del peligro estatista, formuladas ya desde el Final de la década de los veinte, bien pudiera poner en la pista a los socialistas españoles -los italianos están en ello- de la necesidad de una clara diferenciación crítica a fondo entre sociedad y Estado. Desde la perspectiva de un escritor independiente -no afiliado a ningún partido político ni a central sindical alguna-, me autorizo a explicitar mi convicción de que en el futuro del nuevo régimen español el PSOE está llamado a desempeñar uno de los papeles esenciales en la estabilidad y progreso del proceso democrático de España. Esta esperanza no partidista, que comparten millones de votantes del PSOE que no militan en sus filas se frustraría si los socialistas españoles cayeran en la demagogia, en el radicalismo y en la fantasmagoría alienante de confundir Estado y sociedad, y también si se embarcaran en una dialéctica inútil entre el todo y el nada, que se ha puesto recientemente de moda en España. Dialéctica inútil y desesperanzada que parte de una concepción extremadamente idealista -nítidamente hegeliana- y alejada de la realidad efectiva de la condición humana y que conduce, por uno u otro extremo, a un estatismo de uno u otro signo. Entre el todo y la nada se yergue el ser -un ser menesteroso en busca de sí mismo-, la vida como libertad, la existencia como autenticidad. En 1979 la gran tarea del socialismo es la organización social de la libertad, la distribución compartida y dinárnica de los espacios de libertad de la persona humana conviviente. Pero hay que advertir que en el momento histórico que vivimos socialismo no es, sin más, libertad, sino una posibilidad erizada de riesgos, de hacer de la sociedad un ámbito de convivencia en que haya justicia en la libertad para todos.
Crítica del viejo liberalismo
Dentro del proceso de redescubrimiento de Ortega por los socialistas italianos, me ha llamado gratamente la atención la especial atención de Pellicani a los puntos de vista desarrollados por nuestro filósofo en su ensayo «Del Imperio Romano». Como dije antes, este es un texto bastante poco conocido y debatido dentro de la vasta y compleja obra de Ortega y que, sin embargo, contiene atisbos y logros muy considerables sobre la crisis de la sociedad contemporánea occidental al hilo mismo de un análisis de la historia del Imperio Romano.
Tradicionalmente, a causa de su feroz crítica del estatismo moderno, se ha considerado a Ortega un «viejo liberal». Nada más apartado de la realidad. En «Del Imperio Romano» razona Ortega algo sumamente grave: si los hombres son sociables también son insociables. Es decir, la sociedad nunca existe como algo estable sin más, sino como esfuerzo por superar la disociación y la insociabilidad. Ortega critica crudamente el vicio original del liberalismo del «laisser, laisser passer», que creía en la regulación automática de la sociedad por sí misma como acontece en los organismos sanos, que creía -cito textualmente- que «la sociedad es, por sí y sin más, una cosa bonita que marcha lindamente como un relojín suizo». Ortega rechaza el optimismo del viejo liberalismo y proclama que si la sociedad se regula no es «mirificamente, ni espontáneamente, corro el liberalismo suponía, sino lamentablemente, esto es, gracias a que la mayor porción de las fuerzas positivamente sociales tienen que dedicarse a la triste faena de imponer un orden al resto antisocial de la llamada sociedad. Esa faena, por muchas razones terribles, pero inexcusables, merced a la cual la convivencia humana es algo así como una sociedad, se llama mando, y su aparato, Estado... Ahora bien, el mando y, por consiguiente, el Estado son siempre, en última instancia, violencia, menor en las sazones mejores, tremenda en las crisis sociales».
La originalidad del análisis de Ortega sobre el Estado estriba en que no lo mitifica como Hegel y sus derivados, ni cae en el dulzón optimismo liberal -que en ocasiones ha derivado hacia planteamientos ácratas-, sino que plantea la cuestión desde dos modos existenciales básicos: la vida como libertad o la vida como adaptación. La libertad política no consiste en que el hombre no se sienta oprimido, porque tal situación no existe, sino en la forma de esa opresión. Y así escribe: «No es, por tanto, la presión misma que el Estado representa, sino la forma de esa presión quien decide si nos sentimos libres o no... El hombre no es libre para eludir la coacción permanente de la colectividad sobre su persona que designamos con el inexpresivo nombre de Estado, pero ciertos pueblos, en ciertas épocas, han dado libremente a esa coacción la figura institucional que preferían, han adaptado el Estado a sus preferencias vitales, le han impuesto el gálibo que les proponía su albedrío. Eso y no otra cosa es la vida como libertad.»
Los socialistas italianos, en sus más recientes debates teóricos, se han apuntado a esta figura del Estado que permite y fomenta la vida como libertad frente a la tentación totalitaria y burocratizante de la vida como adaptación al molde férreo del Estado.
Desde esta perspectiva, «todo cambio en la estructura social -sigue escribiendo Ortega- suscita una necesidad pública que, si lo es de verdad, plantea una cuestión de Estado».
La justicia social es uno de los grandes imperativos morales de nuestro tiempo y plantea la necesidad de una modificación de las estructuras institucionales del Estado. A esto es lo que se suele denominar socialismo. Pero el socialismo europeo corre el gran riesgo, por exceso de doctrinarismo marxista, de preferir un modelo de Estado al que la persona humana tenga que adaptarse servilmente alienada. Frente a este riesgo está abierta la renovadora y progresista posibilidad de abrir unos cauces institucionales para la organización social de la libertad, en que los individuos vivan su existencia como libertad y sientan «el Estado como piel» y no como «aparato ortopédico», por emplear dos felices metáforas orteguianas.
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