Jomeini y Superman
La geometría de la actualidad es felizmente imprevisible. Cuando ya estábamos resignados a un futuro insoportablemente monista por culpa de las elecciones -monismo de dos cabezas, monstruo de dos siglas, feal coalición contra cultura-, irrumpe en el tedio nacional uno de esos dualismos salvajes que harían las delicias de Kant y provocarían un vómito de náusea en Spinoza.El vocablo dualismo surge por vez primera en 1700 de la pluma de Thomas Hyde para designar la oposición entre Ormuz y Arimán, pero sólo ahora, a principios de 1979, puede dar por concluida su fatigante aventura semántica y con la cabeza muy alta, que por el Oriente nos llega el ayatollah Jomeini y Superman vuela más veloz que la luz por el Occidente.
Dualismos así ya no queda en nuestras costumbres prosaicas. Los creíamos agotados con el fin de las memorables peloteras entre el determinismo y la libertad, el fenómeno y el noúmeno, la materia y el espíritu, la sustancia pensante y la extensa. Hay que reconocer que la industria americana del ocio consciente y avergonzada acaso de su agobiante hegemonía realizó notables esfuerzos para eliminar de sus ofertas ideológicas el tufillo monista. Así surgieron la Pepsi-Cola, el Doctor No, los hermanos Kennedy, Bukowski, el underground, Luther King, la criptonita y otras supuestas oposiciones paradigmáticas a la mitología dominante. Eran, de todas las maneras, dualidades viciadas de base, maniqueísmo prefabricado, dicotomías del mismo pelaje, pareados de similar nación y pación, meras bifurcaciones narrativas.
Lo de Jomeini y Superman ya es otro cantar y de la mejor tradición intelectual: dos principios irreductibles entre sí y no subordinables, que sirven para la explicación antagónica del universo: el ayatollah como materia del espíritu y el de Cripton como espíritu de la materia; la fuerza de la religión y la religión de la fuerza; serían los quiasmos de nunca acabar. Como se observa, una dualidad pura, sin trampa ni cartón hollywoodense, surgida como por acaso en el ring insaciable de las modas y d e los modelos del prêt-á-penser. Nada tiene de extraño, pues, que el imaginario combate entre la ascética chiita y la mística keynesiana apasione por estos pagos: fatalmente condenados a un match nulo electoral, a un Gobierno de coalición descafeinado, a la inquietante figura monista de un Suárez con sombra de González o de un González con jeta de Suárez.
Huérfanos de dualidades para andar por casa, escaldados en el tonsenso, en los pactos, en las coaliciones, en las síntesis, en las unidades y en las continuidades que no cesan, no tenemos más bemoles que delegar en dos dioses foráneos, héroes surgidos respectivamente de la Gran epresión y de la Gran Depresión, la falaz pero consoladora tarea de introducir en nuestra cotidianidad un poco de dualismo primordial, sabedores por experiencia de lustros que el monólogo es la más aburrida de las tradiciones expresivas. Y de que, acaso, no hay dos sin tres ni situación triádica desprovista de pasión, aunque sea ésta una triada planetaria.
En vista de lo que se avecina, sólo queda esperar que la representación electoral se contagie de las fiebres de esas dos modas que se disputan nuestros maltratados fervores y que al señor González le dé un pronto supermaniano y al señor Suárez, un ramalazo ayatollahiano. Aunque mucho temo que todo ocurra al revés de como lo cuento, que ayatollah quiere decir «signo divino» y por la oposición todavía somos muy proclives a la metafísica aprendida en los colegios de pago, y así nunca se llega al Poder.
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