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"No tengáis miedo" (papa Wojtyla)

«Yerras si juzgas que son propios de nuestro siglo el vicio, la lujuria, el olvido de las buenas costumbres. Son cosas estas propias de los hombres, no de los tiempos. Ninguna edad careció de culpa.» (Palabras de Séneca, tiempo de Nerón, reino de la violencia y el crimen.)Es, en efecto, propio de los hombres, no de los tiempos, tener miedo. Pero hay un tiempo para cada cosa. Hay tiempo de «miedos», que son todos los tiempos, y hay tiempo de: «miedo» como el presente. La sustancia de los «miedos» es el amor a las «cosas» de la vida. La sustancia del «miedo» es el amor a la vida misma. Cuando se suma el peligro de perder unas cosas y otra, más que miedo es el temor o terror, que todo es lo mismo, cuestión sólo de grado.

Tan grave cosa es el temor que los antiguos decían «que el miedo ha creado los dioses». Y para la sabiduría judeo-cristiana, su principio, el principio de la sabiduría, es el temor de Dios.

Hay un temor natural y saludable que es el que preserva la vida y aleja sus riesgos y peligros. Es un temor racional, no imaginario, que es signo de madurez y de hombría, porque el puro miedo, ya que aunque de suyo encoge el ánimo, cuando se hace extremado, despavorido, se convierte en temeridad. El temerario teme tanto al peligro que no lo esquiva o lo afronta varonilmente, sino que se arroja a él porque no busca remedio ni salida, sino que se amedrenta más y más. Como dice Quevedo, «mientras los esforzados y valientes insisten en su esperanza contra la misma fortuna, los desvalidos cobardes, llenos de miedo, luego se arrojan a partidos desesperados»:

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Con el temor se pierde la libertad y se pierde el gozo de la vida. El miedo la achica y la empequeñece, así como la seguridad y, sobre todo, la esperanza, la ensanchan y, la enaltecen. El miedo envilece; por él, el soldado huye en el combate y arrastra a otros en su huida, porque no hay enfermedad más contagiosa que el miedo; las fuerzas encargadas de la seguridad hacen poco si ellas mismas se sienten inseguras; el fiscal deja de acusar y el juez de juzgar y sentenciar si la acusación o la justicia quedan dentro de la esfera acotada por el terror.

Sin seguridad y sin justicia, la sociedad pierde sus dos cualidades esenciales. El hombre que padece estos males presentes y que los teme también como males futuros vive en desasosiego, en inseguridad y, sobre todo, desalentado. Pierde el gusto de la aventura que es el vivir la vida real con su riesgo de ventura y desventura. Vivir es una empresa, es decir, una «acción ardua y dificultosa que valerosamente se comienza». Y se comienza a base de una especulación sobre el futuro, que es lo que es toda empresa. Por eso, para poder comenzar algo tiene que haber un futuro, o mejor aún, una esperanza en el futuro.

Lo que el terror quiere matar cuando mata, es precisamente esa esperanza. Matar toda esperanza en la sociedad en que se vive, la sociedad real, proponiendo a las gentes aterrorizadas otro «modelo de sociedad», quimérica, utópica. Eso fue «el terror» en Francia a la caída del Ancien Regime. Desde 1792, con la Comuna de París, hasta la ejecución de Robespierre , en 1974. El terror de la Revolución Francesa contabilizó unas 17.000 personas, después de seguírseles procesos, además de otras 25.000 sin él. El momento más extremado del terror fue después del atentado contra Robespierre, al privar de todas las garantías al acusado (incluso del abogado) y obligar a dictar dos únicos tipos de sentencias: muerte o liberación.

Aunque sus orígenes son lejanos, es en las últimas décadas del siglo XIX cuando el terrorismo, sobre todo de signo anarquista, toma carta de naturaleza en casi todos los países occidentales, incluida, especialmente en sus comienzos, la Rusia zarista. En España, además del atentado de Pallás contra Martínez Campos, la bomba de Salvador en el Liceo de Barcelona y la de Morral contra los Reyes, los hombres de Estado asesinados por terroristas, fueron Cánovas, Canalejas y Dato.

Ya desde la mitad del presente siglo, el terrorismo anarco-individualista deja paso a un terrorismo organizado y tecnificado, tanto de derechas como de izquierdas, que se convierte en una verdadera plaga. El progreso técnico no mejora moralmente al hombre; sirve lo mismo al bien que al mal.

El terror hay que combatirlo en su acción criminal y en su acción psicológica. El crimen terrorista es un crimen y hay que tratarlo como tal. No puede ampararse en los delitos de intencionalidad política porque queda fuera de las fronteras naturales y racionales de los mismos. En la acción antiterrorista hay que llegar hasta las fuentes, las raíces del terror criminal, estén donde estén, lo que no podrá hacerse con eficacia más que mediante una acción internacional. Desgraciadamente, ya hay regímenes políticos que practican ya que fomentan o ya que amparan el terrorismo.

Los terroristas españoles no pueden acogerse al status de refugiados políticos, porque la Constitución española admite en su seno a todas las formas de acción política que estén dentro de las tablas de los derechos humanos. Por ello, Francia, un país clave de la civilización, no puede amparar al estado mayor de esa terrible forma de criminalidad. No son refugiados políticos, son activistas políticos que están actuando desde el refugio de la frontera contra un país amigo de Francia, como es España, y son la gran mayoría de los españoles, por no decir el que esto escribe. No se puede alegar que este es un problema español, no francés; eso es, precisamente, lo que quiere España, que sea un problema que se ventile entre españoles, pero dentro de España, y no desde fuera.

Pero el terror busca y consigue un efecto psicológico que es el del miedo. El miedo desaparece cuando se cortan sus causas. Estación de Gobierno. Pero no sólo de Gobierno; tiene que haber, además, una reacción social contra él. Se ha escrito que la cobardía es el miedo consentido; el valor, el miedo dominado. Se necesita mucho valor para sentirse sereno en un mundo convulsionado, pero es necesario. A esta entereza se le llama valor, precisamente por lo mucho que vale. El valor es un término medio entre la cobardía y la temeridad. No es posible no sentir miedo; lo humano es sentirlo y no arredrarse. Lo mismo que el miedo está en la naturaleza del hombre, también lo está el resistir a la violencia.

A los tiempos difíciles hay que hacerles frente. Esto es lo que espera la gente sencilla, la gente gente, de toda la clase dirigente española, no sólo de la política, porque es un problema que desborda la política. Por ventura se da el caso, tan anómalo en España, de que todo el arco político constitucional, de punta a punta, aborrece con igual fuerza y determinación el terrorismo. Además, «lo que nos amenaza también está en peligro». La carta de Juan Cruz Cuenca, hermano del magistrado asesinado, publicada en este mismo diario, empieza con estas dramáticas palabras: «Me han contado, testigos presenciales, que en la aciaga mañana que asesinaste a mi hermano te temblaba la mano. Estabas descompuesto, sentías miedo...» El terrorista también tiene miedo. Matar alevosamente, es una forma de cobardía. Es una carta admirable al asesino de su hermano. Le dice al terrorista aterrado cómo la mayor alienación en que puede caer el hombre es la del crimen. El «no tengáis miedo» lo dice el Papa para todos, pero parece especialmente aplicable a los españoles.

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