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La Iglesia latinoamericana deberá definirse respecto a los problemas políticos y sociales del continente

La gran incógnita de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Puebla (México) es la definición que adoptarán los obispos con respecto al papel de la Iglesia católica en los problemas sociales y políticos del continente. Dos tendencias pugnan, a priori, por hacer prevalecer sus criterios: la que propugna una limitación de la actividad eclesiástica a lo puramente espiritual, y la que, asumiendo la «teología de la liberación» surgida en la anterior Conferencia de Medellín (Colombia), en 1968, estima que la Iglesia debe comprometerse claramente contra las injusticias que sufre el continente. Los amantes de las clasificaciones encuadran a los primeros como «conservadores» y a los segundos como «progresistas».Si, sobre estas bases, debiera hacerse un pronóstico sobre la actitud final de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, no cabría más posibilidad que admitir la superioridad de la segunda de. dichas tendencias. El peso específico de la Iglesia latinoamericana comprometida con los problemas temporales de sus pueblos parece, en efecto, mayor que el de los sectores eclesiásticos preocupados tan sólo de la salud espiritual de sus fieles.

Denuncia de la opresión

Un somero vistazo al mapa político latinoamericano confirma esta inicial impresión. Desde México a Argentina, desde Perú a Brasil, obispos, sacerdotes y religiosos unen sus voces a las de grupos sociales que denuncian desigualdades, opresiones e injusticias.

Quizá sea precisamente en el país anfitrión de la III Conferencia General (México), donde más claramente se manifiesta la presión de los sectores eclesiásticos conservadores. Entre los obispos mexicanos es poderoso el sentimiento de que la Conferencia de Puebla puede suponer «subjetivamente» un retroceso con respecto a la Conferencia de Medellín, «para algunos que habían seguido un camino equivocado, porque la Iglesia tiene que rectificar muchas de las cosas que se habían seguido erróneamente, interpretando inexactamente a Medellín».

Un ejemplo claro de Iglesia comprometida puede observarse en la mayoría de los países de Centroamérica, donde las circunstancias sociopolíticas favorecen claramente las injusticias. La mayoría de los obispos de la zona fustigan los regímenes militares establecidos en sus respectivos países y la explotación que sufren los sectores campesinos, mayoritarios en el área.

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Por citar dos ejemplos concretos, los prelados de Managua y San Salvador son suficientemente ilustrativos. El primero, monseñor Ovando, apoyado por numerosos sacerdotes; se ha puesto claramente a favor de los grupos políticos que luchan contra la dictadura impuesta por la familia Somoza. Varios religiosos integran las filas del Frente Sandinista de Liberación.

En El Salvador, donde el enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado es abierto y permanente, las homilías dominicales del obispo de la capital, difundidas por radio a todo el país, son temidas por los militares que detentan el poder. En este país, comunidades religiosas como los jesuitas han sufrido terribles persecuciones por su alineamiento con los campesinos. En Venezuela y Colombia la actitud eclesiástica es más moderada, aun que no faltan las declaraciones que acusan a los respectivos sistemas políticos de ineficaces ante los problemas sociales y de caer en la «desorganización, la corrupción administrativa, el despilfarro y la demagogia partidista, fenómeno que desdice del sistema democrático».

No es preciso insistir en que la Iglesia brasileña es quizá la abanderada más importante de la «teología de la liberación» sacramentada en la Conferencia de Medellín. Obispos como Hélder Cámara, de Recife, se han hecho mundialmente famosos por sus valientes posturas en defensa de los derechos humanos y por sus denuncias de los excesos cometidos por las dictaduras militares.

"Anticapitalismo sano"

Uno de los tres presidentes de la Conferencia de Puebla, el cardenal brasileño Aloisio Lorscheider, ha sido categórico en declaraciones formuladas en las últimas semanas, al ser preguntado sobre lo que se esperaba de la III Conferencia: los obispos deben comprometerse en un «anticapitalismo sano, que no necesariamente es comunista», y condenar abiertamente a los regímenes dictatoriales y totalitarios del continente.

En Perú, Bolivia y Ecuador pueden verse, igualmente, ejemplos del papel asumido por la Iglesia católica. Especialmente significativo es un párrafo de una reciente declaración conjunta de los obispos ecuatorianos, enjuiciando a los Gobiernos militares latínoamericanos. «Los militares -decía la declaración- han llegado a creerse los únicos capaces de conducir los destinos nacionales y han pretendido imponer sus planes de gobierno fundamentalmente basados en tecnocracias impresionantes a las que sucede pronto la formación de una casta de privilegiados económicamente.» En parecidos términos, los obispos peruanos acusaron al régimen militar de su país de «fomentar una diferencia abismal de clases y de comprometerse en una carrera armamentista a costa del hambre del pueblo». En los últimos años, las iglesias de Chile y de Argentina son las que de manera más diáfana, han asumido el papel fundamental de defensoras de los derechos humanos, gravemente quebrantados en ambos países por las dictaduras militares existentes. Aun a costa de víctimas en sus filas, los ejemplos de la Vicaría de la Solidaridad en Chile y del Comité pro Desaparecidos en Argentina, auspiciados ambos por la jerarquía católica, con pruebas palpables de la actitud mayoritaria de la Iglesia al lado de los que sufren. No es aventurado, pues, a la vista de los ejemplos precedentes, vaticinar que la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano deberá asumir de alguna forma estas posturas, generalizadas en el continente.

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