La internacionalización del terrorismo de ETA
Es POSIBLE que en su entrevista con Kossiguin el ministro español de Asuntos Exteriores haya tratado, según su propia frase, de «los medios para luchar contra el terrorismo», problema que suscita «una cooperación internacional»; es posible también, interpretando su silencio o su evasiva a una ]pregunta del corresponsal de EL PAÍS, que haya podido exponer algunas de las acusaciones que se hacen en España al KGB de prestar alguna colaboración a ETA. No son las únicas. Las hay también en sentido contrario: una. colaboración o una ayuda de la CIA que, según esta fabulación, tendría interés en favorecer en España un régimen de una derecha fuerte que, sin llegar al golpe de Estado y sin eliminar las garantías mínimas de la democracia, ofreciera alguna seguridad. Algunas visitas de senadores de Estados Unidos al País Vasco se han interpretado allí mismo, por los más esperanzados nacionalistas, como un interés de Estados Unidos por un futuro entendimiento, directo con Euskadi y sus posibilidades de riqueza y de estrategia en una zona interesante. Interpretaciones todas ellas exageradas, sin duda, pero no muy distintas de las que se hacen en Italia sobre los posibles auxilios exteriores a las Brigadas Rojas y a los grupos fascistas, en los que se quiere ver un vínculo a veces común. Muchas veces los Gobiernos desplazan algunos problemas agudos a un círculo exterior para explicar o justificar su imposibilidad de enfrentarse con ellos desde planos más directos. Los sucesivos Gobiernos de Franco tuvieron un interés sobrehumano en explicar los movimientos de oposición por lo que llamaron «conjura internacional», con tanta insistencia que se convirtió en un tópico vacío de sentido, como otras expresiones paralelas («contubernio», «agentes venidos del exterior», «odio secular a España», etcétera), aunque la extrema derecha actual trate de recuperarlas y de hacerlas cundir en un caldo de contexto nuevo. El viaje del ministro de Asuntos Exteriores por algunos países africanos de carácter revolucionario y su coronación en París tenía también explicaciones de «frente internacional». El tema de Francia es indudablemente distinto por su implicación directa en el asunto -tiene también su País Vasco-, por su entendimiento clásico de la política de asilo y por el miedo a despertar unas fuerzas que en su contexto nacional están todavía apagadas -aunque hayan tenido algunos estallidos en Bretaña-, pero que se pueden incendiar en cual quier momento.Lo que sucede es que en las relaciones internacionales los viajes de los ministros, los jefes de Gobierno y los jefes de Estado son la muestra visible, la forma de lenguaje, con que se quiere hacer ostensible una negociación política que se lleva por otros intermediarios regulares. Vivimos un tiempo en el que muchos actos de Gobierno se hacen para ser vistos y leídos, para ser interpretados y para dejar interpretaciones en el aire. Los incesantes viajes del señor Oreja son, sin duda, de una gran utilidad en la expasión de la política exterior española. Tienen también algo psicológico de nuevos ricos de la política internacional: si en tiempos de Franco éramos mal recibidos y, en algunos países, francamente rechazables, se está tratando de mostrar ahora que, por el contrario, somos siempre bien venidos. En la parte de lenguaje que tiene esta actividad, se está diciendo al pueblo español que tenemos un amplio respaldo internacional en la cuestión de la democracia aunque ya ha empezado a decrecer la insistente campaña de la admiración extranjera por el milagro con que se ha hecho el tránsito. El milagro ha perdido su halo entre tiros y bombas. En este tipo de propaganda, tan heredada del franquismo, se oscilacontradictoriamente entre el odio a España y la admiración por España, y a veces se ha explicado la contradicción por las vías de cierta narración amatoria y cierta psicología ya fácil de las relaciones misteriosas entre odio y amor.
En el momento del terrorismo, y en el momento en que el terrorismo de varia índole -desde el más directo y cualificado hasta el miedo difuso a una desestabilización- se está convirtiendo en una especie de obsesión nacional en la que, sin perder la realidad de los hechos trágicos que se producen, se está consiguiendo que toda la política nacional esté impregnada por ese tema, como una respuesta enteramente errónea a la agresión, el deseo de internacionalizar la cuestión es un arma de dos filos. Forma parte también de un lenguaje que nos dice que el Gobierno está haciendo todo lo posible por apagar el foco en todos Jos puntos de ignición posibles, desde los con troles de calle y carreteras -que en muchos momentos producen la sensación inversa, es decir la de que el terro rismo tiene una magnitud absoluta y no relativa- hasta la actuación a escala mundial. Hay en todo ello un énfasis que es poco natural, que parece una justificación del Gobierno, una exhibición de que no abandona el tema y de que las acusaciones derechistas de debilidad -las hay hasta decomplicidad por parte de los sectores más paranoicos- no están justificadas. Aunque falte en todo este vocabulario la acción directa contra los propagadores del terrorismo o los autores de las respuestas individuales, que inquietan seriamente al pueblo español.
Podrían citarse ahora decenas y decenas de ejemplos de internacionalización de conflictos directos que han producido resultados adversos a los esperados. Comenzando por los que hizo Francia en sus problemas con Indochina y con Argelia, o los que realizó Portugal en la de Angola, pasando por la movilización de Latinoamérica realizada por Estados Unidos frente a Cuba, para llegar a la última lección: las acusaciones del sha y sus acólitos por la desestabilización desde el exterior de su régimen.
Hay, naturalmente, una guerra subterránea, una guerra innoble. Hay unos organismos, que ya apenas son misteriosos que actúan o que están presentes en toda situación conflictiva. Otras veces están presentes sólo de una manera imaginaria. El desplazamiento del protagonismo del problema a ese submundo de la política puede llegar a ser grave si hace perder -como lo ha hecho perder en el Irán- el auténtico núcleo de la cuestión. Su simplicidad se pierde. No tratamos de decir que el problema de ETA sea simple -y menos el que produzca su capacidad ofensiva-, ni mucho menos el de los otros rostros del terrorismo en España, sino que probablemente se llegaría más profundamente a su naturaleza y a las posibilidades políticas o de fuerza de resolverlos si se consiguiera mirarlós con esa intención de reducirlos a sus verdaderos términos.
La idea de que el KGB, en nombre de la Unión Soviética, ofreciera a España contener la acción de ETA a cambio de una exclusión española de la OTAN es tan inaceptable, en esta expresión, como la de que la CIA la podría reducir o anular si hubiera en España un Gobierno de la derecha dura; como es inaceptable que simplemente un Gobierno de esa derecha podría luchar con mayor eficacia que un Gobierno democrático contra un problema que estalló durante su poder más alto -y sin duda favorecido por unos medios de represión y de opresión que fueron excesivos- y que en ese mismo momento alcanzó su climax con la voladura de quien representaba la más firme derecha, la más clara continuación de la mano dura de Franco: el amirante Carrero Blanco. La llamada de atención a Francia es necesaria y puede tener una eficacia, quizá la esté teniendo ya, pero no puede llegar más allá, en el lenguaje de la propaganda, que las acusaciones que se hicieron a la misma Francia de fortalecer y animar a la oposición clandestina española, que no hubiera podido existir sin un estado real de descontento.
Las acciones del ministro Oreja para mostrar su decisión de atajar el fuego en puntos donde probablemente no está es sin duda loable: por si estuviera, o por sí pudiera ser aprovechado como formas de presión. Pero el desplazamiento de la realidad del tema puede desorientar a la opinión pública. Y, en el caso concreto de la nebulosa que ha quedado acerca de una posible intervención del KGB, podría volverse del revés de las intenciones gubernamentales: podría ser utilizada por la derecha para acusar al mismo Gobierno que mantiene sus relaciones con la potencia tantas veces acusada de culpable. El hecho de que pueda servir para dar una inclinación mayor hacia una opción favorable a la OTAN por parte de la opinión pública no es suficiente. Es un tema demasiado peligroso como para añadirle peligro intoxicándolo con otras razones. Las propias son ya demasiado graves.
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