La República Federal de Alemania, un país obsesionado con su propia seguridad
La imagen del automóvil rodando a la perfección sirve de maravilla para la primera impresión que se obtiene de la RFA. A la entrada en el país, el pasaporte del visitante es pasado minuciosamente a través de una célula electrónica que, junto a la voz del agente de fronteras que lee el nombre inscrito en el documento, permite saber a la Policía Federal si el visitante es un peligroso terrorista, un miembro de un partido «radical», un simpatizante de ambos calificativos o un simple pasajero que se acerca por primera o enésima vez al país.Si el pasaporte pertenece a la primera o segunda categoría, todo un dispositivo policial de pondrá en marcha. Puede que tan a la perfección como el automóvil. Si, por el contrario, nada sucede en el banco de datos judiciales de la BKS, en Wiesbaden, uno puede llegar hasta visitarlo y saber en qué categoría le sitúan en el archivo policial más completo (y generoso para otras policías amigas) de Occidente.
El doctor Alex Weitniz, presidente del Comité de Asuntos Interiores del Parlamento alemán, es muy claro cuando intenta racionalizar toda esta filosofía a ocho periodistas españoles. Por de pronto, el parlamentario del SPD reconoce que no está muy de acuerdo con los resultados prácticos del decreto contra los radicales que el ex canciller Willy Brandt se vio obligado a firmar, el 28 de enero de 1972 para poner coto a «una ola de terrorismo que hacía temer por la propia seguridad del Estado».
Pero otro socialdemócrata, perteneciente a la rama de los Jussos y deseoso de no. ser citado, lo explica de otra manera. «El origen del decreto -explica a EL PAIS- es muy distinto. A principios de los años setenta, toda Europa vivía conmocionada por el temor a una repetición, en cualquier país, de los sucesos del mayo 68 francés. En la RFA, este temor entre los cristiano-demócratas llegó a ser paranoico y cuando se dieron cuenta que la necesidad de un cambio general iba a romper la coalición gobernante, llevar a los socialdemócratas al Gobierno y modificar algunos esquemas políticos (entre ellos el nacimiento de la Real Politik), intentaron por todos los medios imponer unas condiciones leoninas a sus antiguos aliados de Gabinete.»
El resultado fue un entendimiento secreto entre la CDU y, el SPD que «para nosotros -agrega- fue un precio político tan elevado que- quizá no medimos muy acertadamente las consecuencias». El caso es que Wílly Brandt, canciller recién estrenado de la República, firmaba el famoso decreto en un acuerdo político con los presidentes de cada estado e imponía, por vez primera desde los primeros años del nazismo, unas barreras legales de difícil traspaso para que muchas personas consideradas radicales tuvieran acceso a cualquier cargo o puesto oficial.
Técnicamente, según explica Alex Weitniz, el decreto establece que «cualquier enemigo adri3ltido de la Constitución no tenga acceso al servicio público», de forma que se «impida jurídicamente una repetición de lo que pasó, en enero del 33, con los nazis y la República de Weimar ».
En aquella ocasión una bien llevada campaña de intimidación, el fanatismo de una pequeña minoría y el aprovechamiento a la perfección del excesivo temor alemán a la crisis socia , política y económica que atravesaba Europa provocaron que el Partido Nacional Socialista de Hitler se alzara con el poder por la vía electoral y, en una de sus más preparadas acciones, dieran al traste paulatinamente con la Constitución quizá más perfecta que hasta la fecha haya tenido una nación.
«Precisamente para evitar este riesgo -relata el parlamentario socialdemócrata- se exigió, al término de la última guerra mundial, que cada ciudadano de la nueva República aceptase de una manera activa la Constitución. Se pretendía principalmente que los funcionarios públicos acatasen el orden fundamental liberal democrático que marcaba la Constitución.»
Los antecedentes terroristas
En realidad, quizá existieron otros precedentes y razones para explicar un decreto que, para un sector del SPD, se ha convertido en una especie de vergüenza nacional. Klaus Reiff, director del subdepartamento de Europa de la fundación socialdemócrata Friedrich Ebert, apenas se atreve a sugerir las motivaciones históricas y actuales del propio pueblo alemán. «Hay que tener en cuenta -nos dice- que la RFA es hoy un pueblo con un pasado que le. gustaría no recordar y con un presente que le hace vivir mirando hacia el otro lado, hacia la otra parte de Alemania, donde tendencias ideológicas de un determinado signo han creado un régimen tan diferente del que hoy gozamos en Occidente que nosotros, que vivimos en la misma línea de división, no nos gustaría que se impusiese aquí.» Sin pretender negar la validez de este argumento, que sin llegar a inmiscuirse en la misma esencia que parece hoy dirigir la filosofía de la defensa interior y exterior de la RFA, la razón principal que esgrimen otros sectores menos liberales es la del terrorismo. La RFA, desde 1970 ha vivido una de las mayores olas de terrorismo que cualquier país democrático haya tenido que sufrir en los tiempos modernos. En sólo unos meses de 1972 el grupo fundado original mente por los periodistas Baader y Meinhoff fue capaz de poner en jaque a toda la seguridad interior alemana con una serie de acciones escalonadas que culminaron, en junio del mismo año, con la detención de los principales líderes. Pero su encarcelamiento apenas consiguió erradicar un movimiento que, en cierto grado espontáneo, se rebelaba contra un país que, refugiado, en el «nuevo orden fundamental liberal democrático», tan sólo perseguía unas metas econónmicas que a la nueva juventud se le antojaban insípidas.
Las acciones del grupo, completadas años más, tarde con la aparición del Movimiento Dos de Junio y, posteriormente, con las llamadas Células Revolucionarias, dieron origen a un natural efecto de reacción. de todos los aparatos del Estado. Sin que exista, en la mente de sus redactores, una relación directa entre esta actividad y la aparición del decreto, sí es cierto que la ola terrorista dio origen en la RFA a la puesta en manos de la policía de los mayores medios con los que había soñado en su vida. Simultáneamente, el decreto daba origen a su vez a la Oficina para la Protección de la Constitución que, sin ninguna relación con la Policía Federal (BKA), se encargaba de poner el ojo avizor sobre los militantes de partidos que, teóricamente o jurídicamente, caían dentro del calificativo de radicales.
Las incongruencias del decreto
De esta forma, la RFA, que hoy es el único país de los llamados democráticos occidentales que vive con la incongruencia de tener un Partido Comunista legalizado cuyos 44.000 miembros están por decreto (y ante la inconstitucionalidad posible del mismo, según el artículo cuarto de la Constitución, por fallo del Tribunal Supremo del 22 de mayo de 1975) privados de disfrutar de un cargo público, incluso en el área de la enseñanza, que en la RFA corre a cargo del Estado. Peor suerte, claro está, corren los militantes y, hasta simpatizantes, de los partidos situados más a la izquierda. Y, según se quejan los jussos socialdemócratas, hasta sus propios seguidores, pese a que su partido madre esté en el poder y gobernando con buena salud.
Para Hans Josef Horschen, jefe de la Oficina de Protección de la Constitución, el caso no es tan grave. Echando mano de las estadísticas, Horschen argumenta que de los dos millones de personas que han pretendido ingresar en el funcionariado público desde 1972, sólo 20.000 tenían «ficha» con antecedentes policiales de algún tipo y, de estos, tan sólo 678 fueron rechazados. Lo que, en otros términos, hace un porcentaje de 0,0339 %. «Como se ve por estos números, los efectos del decreto son mínimos», manifestó antes de reconocer que dentro de este pequeño número se habían dado casos aislados de rechazo injusto del puesto que «precisamente han dado tan mala fama a nuestra gestión».
Hacia la modificación y control parlamentario Pero ante estas cifras tan ridículas hay quien no tiene más remedio que dudar de la utilidad de unas medidas legales que se, limitan a impedir, a veces, que un ex simpatizante izquierdista o un firmante de un manifiesto pro paz en Vietnam en los años sesenta pueda enseñar en las escuelas públicas. En ese sentido se manifestó un crítico socialdemócrata: «Una de dos: o la oficina sobra, incluidos todos sus archivos, fichas, control electrónico, etcétera, o todo esto es un montaje de control social de la población.» Y apostilla un escéptico: «Habrá que ir y preguntarles el daño que puede hacer al Estado el hecho de que se les cuele, entre un millón, un comunista en una escuela o en un ayuntamiento.»
Conscientes de estas y aun mayores críticas, un amplio sector- del SPD alemán ha iniciado una fuerte campaña paramodifícar unas normas que, al menos de fronteras para fuera, han colocado a la RFA la etiqueta de «Estado policía». Los socialdemócratas encargaron al vicepresidente del partido, Hans Kos Chuick, que elaborara el primer proyecto que hasta la fecha ha intentado modificar de plano toda la normativa sobre radicales. Este proyecto, presentado ya ante el Parlamento, parte del principio de que la nueva ley debe ser «plenamente constitucional» y su funcionamiento, así como los organismos por ella creados, deben estar en todo momento bajo control parlamentario y no, como el actual decreto, bajo la jurisdicción de los diferentes estados de la República. Asimismo, el proyecto de reforma prevé que cualquier acción contra un supuesto radical debe ser democrática, y, desde luego, el calificativo no podrá colocarse simplemente por el hecho de la militancia en un partido legalizado. Controla también el proyecto el mecanismo de petición de una investigación, el desarrollo de ésta y el uso posterior que se haga de la información. Por último, a los dos años prescriben todos los supuestos delitos de radicalismo en una determinada persona.
Pero la buena o necesaria voluntad del SPD puede probarse inservible, en opin lón de expertos políticos de la RFA. Para modificar el decreto y los efectos del subsiguiente fallo del Tribunal Supremo se requiere que se ponga en marcha un complicado mecanismo constitucional que hace partícipes del mismo a todos los estados y sus parlamentos. Puede darse, incluso, la circunstancia que, mientras en un estado la ley nunca consiga hacerse efectiva por la oposición casi segura de la CDU, en otros ni siquiera llegue a existir.
Mientras tanto, opinaba un asesor del ex canciller Willy Brand, hoy no sólo basta reconocer que «se cometió un error», como lo hizo el firmante del decreto, sino admitir que «el mal ya está hecho y es, en cierto grado, irreparable».
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