Balance positivo de una etapa constituyente
Catedrático de Derecho Político y embajador extraordinarioCon la aprobación y sanción regia de la Constitución y, de modo especial, con la convocatoria de elecciones generales y municipales, se cierra, por una parte, una etapa que, a pesar de la ambigüedad inicial muy bien medida, resultó de facto constituyente y se abre una nueva etapa de consolidación y puesta en práctica de los mecanismos democráticos que configura nuestro joven Estado de derecho.
Es obvio que las campañas electorales que se desarrollarán en este primer trimestre de 1979 tendrán que ser, por su propia naturaleza democrática, de enfrentamiento político e ideológico, sobre opciones diferenciadas de distintos modelos de sociedad. Pero es obvio, también, que, con la excepción minoritaria de los que propugnan la violencia o el terrorismo, estas campañas electorales, cuando se parte de impuestos y reglas de juego mayoritariamente aceptados, tendrán, en su caso, un carácter de alternativa de turno o de coalición, pero no ya de cambio de sistema o de régimen. Las diferenciaciones programáticas -a pesar de las exageraciones normales de toda campaña- no cuestionarán ya las bases- sobre: las que se asienta la naciente democracia, actitud, por otra parte, que sería anticonstitucional, sino sobre modalidades de definición y ejecución de un modelo al que, inevitablemente, tendremos, es decir, de democracia avanzada. Que ningún partido importante rechace, inicialmente, posibilidades de coaliciones, como de hecho se fía practicado en cuestiones esenciales, mediante la estrategia del consenso, en este año Y medio, ratifica plenamente esta tendencia irreversible hacia una consolidación efectiva de la democracia en nuestro país. Habría que constatar, en este orden de cosas, además, que las propias fuerzas extraparlamentarias, de derecha o de izquierda, lo son en la medida en que todavía no tienen representantes en las Cortes, pero no en el sentido de que no acepten la actual legalidad, al menos formalmente.
En defensa de esta tesis -la irreversibilidad de un proceso político excepcional- quisiera analizar algunos de los problemas resueltos, o en vías aceptables de resolución, que durante muchos años han agravado nuestra historia constitucional contemporánea: la forma de gobierno, la «cuestión religiosa» y, last but not least, la estructuración territorial del Estado. Un balance de estos tres grandes problemas históricos puede ser indicativo para asentar una nueva convivencia política.Desde hace un siglo -la Primera República se instala muy brevemente en 1873- la cuestión de la forma de gobierno (monarquía, república, dictadura) será un problema polémico que antagoniza a fuerzas políticas y sociales españolas. Es cierto que el sistema canovista, que va desde 1876 a 1923, estabiliza y objetiviza un régimen parlamentario monárquico, pero, ya desde 1898, parte de la pequeña y mediana burguesía y, desde luego, el proletariado, se margina o contesta al sistema establecido. La Monarquía, como reacción defensiva, se verá así sometida a presiones y al cerco de posiciones conservadoras. La dictadura de Primo de Rivera será el resultado inevitable de este disenso, agravado desde 1917 y por las aventuras africanas. La monarquía deja de ser moderada y pierde apoyos sociales mayoritarios. Ni la dictadura primorriverista, ni la Segunda República, resuelven este problema de fondo, de un consenso amplio sobre la forma de gobierno, y, de nuevo, una cruenta guerra civil y un largo sistema autoritario aplazan esta gran cuestión que divide a los españoles. Las «dos Españas» son así algo más que una expresión retórica o poética.
En un año y medio, desde junio de 1977 a diciembre de 1978, se produce un hecho de la mayor significación: Suárez y los principales líderes de la oposición llegan a un acuerdo; primero, implícito, y, más tarde, claro e inequívoco: la aceptación frontal de la institución monárquica. El acto solemne de la sanción real de la Constitución y el aplauso casi unánime, por diputados y senadores, hay que entenderlo como el reconocimiento objetivo del papel de la Monarquía en todo este proceso, es decir, como impulsora y aceleradora de un cambio político. Y, al mismo tiempo, entender y aceptar a la Monarquía como gran aglutinante de extensos y diferenciados sectores políticos, sociales y militares. El Rey convirtió, así, una transición dificil en un modelo operativo de funcionalidad democrática: El presidente Suárez, de modo especial, y, prácticamente, toda la izquierda -socialistas y comunistas-, durante este peculiar proceso hacen viable una resolución favorable, casi un ánime, del primer gran problema político, base inexcusable para iniciar una convivencia reglada. Desde finales de los años cincuenta, en situación no fácil, desde una posición de izquierda democrática, el grupo intelectual-político de los que actuábamos con el profesor Tierno Galván, mantuvo esta conveniencia de la «Monarquía como salida», paso inevitable y paralelo para la restauración de un sistema democrático y pluralista. Los socialistas de Felipe González, los comunistas de Santiago Carrillo, junto con otros partidos y grupos, aprobandola Constitución monárquica parlamentaria, asientan ya inequivocamente, este primer principio de convivencia democrática.
La neutralización ideológica de la «cuestión religiosa»
Si el antagonismo monarquía-república-dictadura dividió a fondo a los españoles no era menos el enfrentamiento religioso. La Iglesia católica constituía un poder social y político fuerte, beligerante y' altamente conservador. La oposición no se centraba sólo en cuestiones religiosas, sino, sobre todo, en dos modelos diferentes de entender la sociedad española: la tradicional, con su perspectiva integrista y reaccionaria; y la modernista, con un objetivo de secularización y de independencia de los poderes civiles y religiosos. El ralliement del catolicismo oficial a la democracía será tímido y coyuntural; en su «acatamiento», que nunca fue global y casi siempre ambiguo, había más resignación frustrada que una aceptación sincera. Más tarde, con la victoria franquista, el catolicismo -casi en su totalidad- se deslizará hacia posiciones claramente integristas. Los mecanismos jurídicos que se establecen -derecho de presentación de obispos y las contrapartidas estatales que facilitan un amplio control político-social a las autoridades eclesiásticas- configurarán un sistema independiente de beneficios mutuos.
La transición modificará, también, este esquema agustiniano, que culminará en el texto constitucional. Es evidente que, desde el mismo seno de la Iglesia, se iniciaron revisiones críticas, que fueron un coadyuvante eficaz e irreversible para un nuevo planteamiento político de esta cuestión secular. Y la actitud del espectro centro-izquierda jugará un papel importante en todo este proceso: la ecuación católico = derecha y agnóstico = izquierda, si no desaparece, sí, al menos, se flexibiliza y despolitiza. Así, hay católicos en los campos socialista y comunista y agnósticos, o no católicos, en sectores del centro.
A pesar de ciertos brotes nostálgicos, que se pusieron de relieve en la discusión constitucional, y que, con toda seguridad, renacerán en los debates próximos, cuando se desarrollen ciertas leyes orgánicas, lo cierto es que, cada día más, la religión irá disolviéndose como tema polémico-político, convirtiéndose, como ocurre en otros países europeos, en una cuestión de «conciencia interna» y, en definitiva, en asunto privado. Que en esta transición, Oposición y Gobierno, hayan llegado también a resolver la despolitización religiosa es un haber serio para avanzar hacia una convivencia moderna y secularizada.
La racionalización territorial del Estado
Centralismo y anticentralismo han constituido también un enfrentamiento socio-político regional importante en nuestra historia contemporánea. Conviene constatar, sin embargo, qué la frontera derecha-izquierda no ha coincidido siempre con centralismo-anticentralismo. Tanto el liberalismo, como el socialismo, han asumido tardíamente -y, a veces, más como negociación que como principio- las tesis regionalistas y/o nacionalistas. La idea del Estado, durante mucho tiempo, por parte de la izquierda, se vinculaba a un sistema centralizador o discretamente descentralizado. La herencia jacobina francesa será dominante en nuestros liberales, así como la «unidad de clase» en nuestros socialistas. Las exageraciones centralistas de las dos últimas dictaduras, junto-a un renacimiento regionalista, tanto ideológico como socio-económico, motivarán un cambio estratégico. Cambio que se pone de manifiesto en el «Estado integral» (precursor de nuestro actual sistema de autonomías), en la segunda república, y en los múltiples acuerdos y planteamientos de la Oposición, muchos de ellos maximalistas y hoy sutilmente olvidados, durante los últirnos años del franquismo.
En este problema, como en los anteriores, el principio de racionalidad pragmática se ha impuesto -por medio de concesiones mutuas- en la nueva Constitución. Las fuerzas políticas de centro-izquierda, mayoritarias en el Parlamento, hoy disuelto, convinieron, con acierto, un sistema-cuadro autonómico que permitirá, en su desarrollo, hacer viable una reestructuración eficaz y solidaria de las regiones y países que constituyen la unidad de España.
Hacia la democracia avanzada
A nadie se le escapa que este gran marco político, que esta estrategia institucionalizada para la convivencia futura, necesita un amplio desarrollo y una consolidación interna e internacional. Así, la operatividad del nuevo sistema -y ésta es la labor de las fuerzas políticas y socialesvendrá condicionada, entre otros, por el establecimiento de un sistema de seguridad, modernizado y ágil, que aplique soluciones políticas, y que anule los intentos desestabilizadores y el terrorismo; una política social y económica que desarrolle eficazmente el país, canalizando la resolución de los problemas generales de toda economía en crecimiento y, en particular, los problemas específicos de nuestra sociedad (paro, inflación, productividad, seguridad social, renovación cultural, calidad de vida, lucha contra las discriminaciones); una profundización progresista de todas las libertades públicas, recogidas formalmente en la Constitución, y en donde el principio de participación se generafice a todos los ámbitos de poder; y, finalmente, una política exterior dinámica y realista que, asentada sobre la independencia y soberanía nacionales, participe dignamente en el concierto internacional.
Los programas electorales de los partidos, que deberán presentar ante la opinión pública, en cuanto a opciones diferenciadas de consolidación democrática, conjugarán, sin duda, junto al motor utópico, la conciencia reflexiva práctica de nuestra muy peculiar transición política que, frente a muchos augurios catastróficos, se ha mostrado como uno de los fenómenos más sorprendentes de la historia europea..La «democracia avanzada», que formula el preámbulo constitucional, podrá así, desde opciones y perspectivas diferentes, pero con una base común, hacerse realid'ad en la sociedad española.
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