De la nada a la más absoluta miseria
El todo y la nada allá se valen: bueno. Atacar al todo no es atacar nada: es cosa sabida; propugnar la nada (¿o no propugnar nada?) es acatarlo todo, faltaría más. Como lo que debe ser es imposible -iah, traidora perfección del sueño!- lo que efectivamente es queda como irremediable. La valoración estética de la acción, que desconfía de las virtudes éticas de lo mísero o lo repugnante, es brillante pero inconsistente, seductora y corruptora, coherente pero repudiable: la líbido realista prefiere caminar por la vía real de lo necesario. ¿Los pies en la tierra? No: mejor los pies en el infierno, bien calentitos, y la cabeza a ras de tierra, repitiendo que siempre es preferible el polvo -como se sabe frecuentemente enamorado- que la nada o los tormentos diabólicos. La responsable y equilibrada intelectualidad española -¡qué ejemplo de madurez estamos dando al pícaro mundo!- ha descubierto por fin un programa a su altura: hay que mancharse las manos. Pues nada, que sea para bien; aunque a uno se le ocurre aquello que, según Mairena, contestaba Voltaire a quienes con idéntico tono de doblegamiento triunfal establecían que «hay que vivir»: je n'en vois pas la necessité. Lo de mancharse las manos con la concreta y cochina realidad no parece empresa demasiado difícil: más o menos, todos lo hacemos cotidianamente sin parar. Pero ahora se trata de darle estatuto intelectual, de fundamentar moral y políticamente la colaboración con lo establecido, para que ni siquiera el plano teórico -utópico de por sí, pues su reino no es de este mundo- pacte con lo utópico, abstracto y deletéreo. ¡Vade retro, nihilismo! La brigada de buenas costumbres teóricas está permanentemente en estado de alarma. Nada de abstractas luchas contra el todo que desembocan en nada; vamos a lo concreto, a lo que puede verse y tocarse: el nivel de vida, la paz social, la libertad de expresión, los derechos y deberes del ciudadano, la superación del fascismo... Sí, repiten los intelectuales responsables, queremos mancharnos las manos, porque a fin de cuentas quienes presumen de pureza confían en que nosotros nos las mancharemos para que ellos puedan seguir en su inocencia. Tal ha sido siempre la razón de Estado cuando habló por boca del verdugo: «Sucio oficio el mío, ¿eh?; pues sepa que gracias a que yo lo hago no tiene que hacerlo usted.»De modo que todos conformes en los problemas concretos del día. Los intelectuales realistas explican con conmovida unción su voto: «Voto sí porque no quiero volver a las tinieblas», «madre, desde el cielo mira a tu hijo entrar con paso alegre y saltarín en la democracia », «hijo mío menor de dieciocho años, contempla como tu anciano padre alcanza por fin su mayoría de edad ciudadana », etcétera... ¿Cómo no sentirse conmovido por este despliegue de unánime buena voluntad, sólo turbado por el fascio y sus sicarios? Constitución o Franco, voto o caos: ¡por fin algo concreto! Uno recuerda melancólicamente aquel chiste de Ramón, en el que un jerifalte preguntaba a sus pacientes: «¿Qué preferís, nosotros o el caos?; y como éstos respondieran con ingenuo entusiasmo: ¡el caos, el caos!, el jefe sentenciaba para acabar: bueno, da igual, también somos nosotros.» Ahora los chistes son algo diferentes: los humoristas ilustran la Constitución con sus viñetas o resumen en ellas amplios sentimientos populares, v. gr.: cientos de hombrecitos haciendo con sus cuerpos grandes síes o cualquier otro concepto unánime, según la mejor técnica de las concentraciones de masas hitleriano-maoístas, y nada de esto, claro, es casualidad o coincidencia. Pero del todo, nada, ¿eh?, nada de nada: no lograrán llevarnos al nihilismo.
Por su parte, el extremista de la nada tampoco tiene la vida fácil, aunque lo parezca. Por un lado, se le reprocha que no diga ni sí ni no, que no se comprometa, que no quiera salpicarse con la tonificante mierda de lo real: hay que hablar, proclamar, repetir las consignas o las contraconsignas. El nihilista se acuerda cuando le dicen estas cosas de la sabia opinión de Roland Barthes: «El fascismo no es impedir decir, sino obligar a decir. » Pero por otro lado, si se atreve a decir algo, a exponer razones para rechazar un montaje constitucional o a referirse a «males necesarios» del Estado, como cárceles, centralizaciones patrióticas o terror y violencia, la cosa puede ser peor. Los más suaves le dirán fríamente: ¿pero no era usted el que no se metía en política? Y el tímido nihilista balbuceará que él nunca se ha metido en política, pero nunca ha dejado de meterse contra la política. Los más enérgicos le tendrán -y quizá, andando el tiempo, detendrán- por desestabilizador, perturbador, agitador y de jóvenes corruptor: ¡qué horror! El problema del extremista de la nada es que ha tropezado frontalmente con los herederos de Franco. Herederos no de sus métodos -históricamente circunstanciados- ni de su ideología, hoy superflua y contraproducente, sino de lo que él tenía como riqueza propia: el Estado español y el Movimiento inmóvil. Los herederos de Franco son, claro está, antifranquistas (sea de toda la vida o de nuevo cuño), pues ya Freud y el sentido común nos enseñan que lo que se interpone entre los herederos y la herencia es precisamente el padre. De aquí la burla escalofriada de temblores ante la posible resurrección del padre, desgracia inconmensurable pero deliciosamente improbable. Los franquistas -ingenuos salvajes empeñados en que el padre ha de resucitar o caníbales impostores que aseguran ser, en efecto, el padre resucitado- son el espectro maligno y la coartada salvadora de los herederos de Franco.
Los herederos de Franco los venden estas Navidades de dos modelos, senior y junior. Los senior son ex seminaristas, ex comunistas, ex utopistas, exvotos en general, piernas de cera y muletas colgadas de la capilla democrática de algún santo saludador. Han llegado al realismo desencantado y pragmático con la misma taquicardia autoritaria que les propulsó a través de otros dogmatismos: son hombres de ley y código, enemigos viscerales del disidente (nunca lo fueron... ni siquiera cuando disintieron) y truenan olímpicamente contra los irresponsables revoltosos: los vascos, los abstencionistas, Xirinacs, los grupúsculos que sueñan con la modificación radical del mundo. «¡Faltaría más, ahora venirnos a nosotros con ésas!», resoplan agresivamente: «Cosas de la CIA o de la KGB, pero a nosotros ya no nos la dan.» Los herederos junior ven en la muerte de Franco una oportunidad milagrosa: justamente cuando, recién pasados los ardores de la mocedad y el penenazgo, el inconformismo empezaba a hacerse cuesta arriba, llega un orden en el cual ya se puede ser conservador con la debida sanción de la izquierda. ¡A por las oposiciones se ha dicho! Han dejado de crecer y llega la hora de multiplicarse y consolidar lo multiplicado. Votarán por ingenuidad o escepticismo, en todo caso para no tener que hacer nada más comprometido que votar -lo perfecto sería no tener ya que votar más- y en el fondo comienzan a saber en carne propia por qué callaron sus padres. La familia que vota unida, permanece unida...
Los del todo y la nada son aguafiestas de este consenso en el que la herencia tan aborrecida y anhelada gana sus nuevos administradores. ¡Cómo si ahora ya no fuese momento de construir, no de seguir destruyendo! Le vent se léve, il faut tenter de vivre. Hemos tenido intelectuales demoledores, pero ahora se requieren profesores de sensatez. Hosanna al que viene en nombre del Señor. Sólo la extrema miseria puede preservarnos de la nada. Algunos ya no necesitarán mejor motivo para elogiar la miseria...
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