Nuevo amo del Palacio de Invierno
Y ahora, ¿qué?Habemus Constitutionem. Luego, la democracia puede echar a andar. ¿De veras? ¿No será pecar de optimismo juridicista?
Todo depende de lo que se entienda por democracia. Y, en particular, de lo que se pretenda hacer en y con la democracia. Tenemos el papel; falta ahora rellenarlo con la letra de nuestra vida colectiva. Y esa letra puede salirnos torcida, pero que muy torcida.
Bastaría para ello con que nuestra, aunque tan joven, ya sobada «clase política» (hórrida expresión) continuara manejando los delicados hilos de la democracia con el desparpajo oligárquico, el carrerismo oportunista y el senil (o analfabeto) empirismo de burócrata de que hasta ahora ha dado tan estupendas muestras. Bastaría con que prosiguiera este lamentable estilo político a lo Juan Palomo («yo me lo guiso, yo me lo como») con que nuestros «profesionales de la política» (horridum, horridum) han montado e interpretado el triste espectáculo de elaborar lo que se nos dice es la carta de convivencia del pueblo español, totalmente a espaldas de ese pueblo, en un complicadísimo, bizantino, casi florentino juego de dimes y diretes, tomas y dacas, cabildeos, compadreos, compincheos, listezas, agudezas, sutilezas, contubernios, conciliábulos, conventículos en que tan maestros se muestran nuestros jefes y jefecillos del tutti frutti parlamentario (y salvo, querido profesor Tierno, a las tres o cuatro docenas que con usted cabe salvar).ç
¿Se han dado cuenta nuestros conciudadanos de que estamos en plena IV República Francesa, pero multiplicada por diez? ¿Y han olvidado en lo que suelen terminar las IV Repúblicas Francesas, es decir la oligarquización de la «clase política» y su progresivo apartamiento de las grandes corrientes sociales para terminar en un juego parlamentario estéril y lamentable que desacredite gravemente al Parlamento y, con él, a la democracia? Siempre hay algún espadón que espera alerta al final de este proceso. ¿Y será preciso que recuerde a mis lectores que no disponemos, entre nuestros preclaros mílites, de ningún general De Gaulle, capaz al menos de respetar las libertades fundamentales que él mismo restableciera un día en su país?
Pero no, se nos dice, todo esto se va a acabar. De ahora en adelante, el llamado «consenso» se va a transformar en libre competencia de las grandes opciones ideológico- políticas. Cada partido intentará aplicar su «modelo de sociedad» por métodos democráticos. ¿De veras?
Hace algo más de un año, cuando se iniciaba apenas la andadura democrática de nuestra sociedad, escribía yo en estas mismas columnas de EL PAIS acerca de la imposibilidad de «asaltar el Palacio de Invierno» (el Estado) como línea estratégica de la transformación socialista de las sociedades capitalistas occidentales y, por tanto, de la española. Propugnaba, en cambio, la línea de lo que llamaba «reformismo revolucionario» o estrategia de transformación progresiva y democrática por conquista de sucesivas áreas del poder social, orientada por una idea clara de ruptura con la lógica capitalista, hasta que en una determinada fase la cantidad se transformara en calidad y pudiera hablarse ya de una sociedad socialista en evolución hacia su propio cumplimiento integral. Algunos «teoricuelos de la acomodación» (un señor José Félix Tezanos, PSOE, por ejemplo) sacaron después de esa imposibilidad la consecuencia de que, en realidad, no había nada que conquistar y que de lo que se trataba era de instalarse en la prestigiosa mansión y administrar equitativamente la realidad establecida sin forzarla a dar nada que la trascendiera negándola. El lema de estos teoricuelos podría ser: obtengamos mayor tajada del pastel, pero nada de cambiar el pastel mismo. Ahora bien, un proyecto socialista que no sea una embaucadora manipulación se resume justamente en esta breve y tajante sentencia: no más, sino otra cosa.
¿Se va a acabar verdaderamente el «consenso» (esta noche en que todos los gatos son pardos) practicado hasta ahora por nuestras oligarquías de profesionales de la política, oh ilustres manes de don Santiago Carrillo? ¿La política de los diversos partidos va a perder sus desmoralizadores perfiles de ambigüedad? Mi impresión es que estamos ante una embaucadora maniobra más. Hablo de lo que a mí me compete, de aquello en que estoy metido desde hace tanto tiempo y de que, aunque sea en infinitesimal parte, soy responsable: la izquierda, las fuerzas que dicen pretender la transformación socialista de la sociedad y, aún más concretamente, del Partido Socialista Obrero Español, en que tan gran parte de la energía moral innovadora del pueblo español se ha encarnado en momentos cruciales de nuestra historia.
Lo digo con congoja, casi con desesperación, pero creo mi deber decirlo para no ser ni un minuto más cómplice del embaucamiento: descartado el «asalto al Palacio de Invierno», lo que nuestros dirigentes pretenden -sin decirlo a las claras, naturalmente- es instalarse-, a ser posible en calidad de amos, en la «mansión del poder». ¿Para qué?
Para cambiar unos cuantos muebles aquí, varios,tapices allá, abrir unas ventanas acullá, suprimir telarañas, adecentar las fachadas..., cualquier cosa -algunas de cierta importancia, sin duda menos el acto democrático y revolucionario esencial: abrir las puertas del Palacio de Invierno, aunque sea progresivamente, a su legítimo dueño: el pueblo.
No, el «consenso», la ambigüedad no han terminado. El Palacio de Invierno -el Estado- puede cambiar de manos en los meses próximos; pero, si tal ocurriera, si el inquilino en vez de llamarse Adolfo se llamara Felipe, desde él se seguiría haciendo esencialmente la misma política de adaptación neocapitalista, con la tremenda agravante de que esta vez se haría en nombre del socialismo, en nombre de las altas esperanzas los profundos impulsos morales que en esa palabra se encaman.
Modesto ciudadano y militante, tengo la obligación de creer al primer secretario del PSOE cuando hace pocos días, y sin que retemblaran de indignación las entrañas del partido, declaraba ante un areópago de empresarios españoles que «este va a ser un país de economía de mercado durante decenios y decenios». Y tengo el deber de creerle porque es, sin duda, un hombre honrado incapaz de mentir cínicamente, por razones electorales, en tan trascendental cuestión.
Las cartas, pues, boca arriba: Felipe González, y con él su partido, nuestro partido, van a defender como propia durante ¿treinta años? ¿cincuenta años? ¿un siglo? la economía de mercado, o seáse el capitalismo. Pues lo que a éste distingue hoy es justamente que su lógica interna es la lógica del mercado, mientras lo peculiar de una economía socialista es, no la supresión del mercado, sino su supeditación a la lógica de la planificación democrática y, añadiríamos hoy, autogestionario. Y ningún «sector público fuerte» cambiará nada el asunto si está al servicio del mercado capitalista; al contrario, las economías capitalistas avanzadas (véase Francia, Italia, Inglaterra...) necesitan para consolidarse de un potente sector nacionalizado.
Y, si los deseos de Felipe González se cumplen (como tienen todos los visos), el PSOE defenderá ese tipo de economía y de sociedad justamente en nombre de una declaración de principios que se asienta en un postulado, primordial: la socialización de los medios de producción y de cambio, la abolición de la economía de mercado.
En los «mejores» momentos de la Capua parlamentaria en que terminó por convertirse la IV República Francesa, el difunto Guy Mollet, el líder de la izquierda socialista, el marxista incorruptible, consagró sus manifiestos talentos a hacer la política más reaccionaria de la derecha francesa -la plus bête du monde, como él mismo decía-, desde la represión colonial en Argelia hasta el más. sumiso atlantismo.
Mucho me temo que si don Adolfo Suárez González cede por la fuerza de los votos su hermoso palacio a don Felipe González Márquez o ambos llegan a un acuerdo para compartirlo en buen amor y compaña (con el aplauso «exterior» de Santiago Carrillo Solares), tengamos un largo período de «hispano-molletismo» que rápidamente socave y desprestigie la tierna, frágil, delicada democracia española, hasta el batacazo final.
Porque, como comprenderá luminosamente el más romo de los votantes españoles, lo que Dios manda es que la política de don Adolfo la haga don Adolfo mismo y no don Felipe. Pura exigencia del buen sentido, pero también de la honradez política y de la eficacia democrática.
¿Es este nuestro porvenir inmediato? Sólo sé que nos amenaza como posibilidad y que, si queremos evitar el desastre que lleva en las entrañas, todo socialista auténtico y honrado debe combatirla en nombre de otra posibilidad más limpia, más coherente, más democrática, más radical y, por ello mismo, más realista; posibilidad que, si hay ocasión próxima para ello, trataré de explicar comedidamente al amigo lector.
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