El asesinato de "Argala"
EL ASESINATO de "Argala" en una fecha y mediante procedimientos que necesariamente evocan el atentado contra el almirante Carrero, puede ser objeto de diferentes interpretaciones en lo que a la identidad de sus autores se refiere, pero, en cualquier caso, complica sin duda enormemente la ya erizada situación del País Vasco, cuya pacificación es necesaria para consolidar las instituciones democráticas. en España. Esa nueva muerte exige, para quienes creemos que los valores de una sociedad pluralista se hallan indisociablemente vinculados a principios éticos, la declaración de que la violencia en una democracia es sólo patrimonio del Estado, que la debe aplicar dentro de los cauces y garantías establecidos. Es decir, sólo puede ser ejercida por las autoridades y los funcionarios en tanto que tales -no como simples particulares- con arreglo a los procedimientos marcados por las leyes.La hipótesis de que la muerte de Argala es un ajuste de cuentas dentro de ETA no puede ser descartada, pero tampoco debe ser elevada a la condición de única explicación posible. Ahí está el precedente de la «desaparición» de Pertur atribuida primero con toda ligereza a los servicios secretos españoles, y luego, con fundamento apenas rebatible, a los comandos bereziak que se integraron posteriormente en ETA militar.
Los extendidos rumores de que Argala era el dirigente de ETA militar más partidario de buscar una salida política para la deteriorada situación del País Vasco dan fuerza a la analogía entre su muerte y la de Pertur, liquidado por sus antiguos compañeros de armas precisamente por defender la necesidad de enterrar las metralletas y por propugnar vías no violentas de lucha política.
A falta de pruebas, no cabe verificar esa hipótesis, pero sí se pueden formular algunas conjeturas sobre su plausibilidad. No es lo mismo «hacer desaparecer» a un dirigente histórico de ETA, que volarlo por los aires en el aniversario del asesinato del almirante Carrero. La impenetrabilidad de ETA hace ociosa cualquier especulación acerca de las fuerzas que, en su seno, podían impugnar la, personalidad de Argala como dirigente. Pero si esa tendencia, efectivamente, existiera y sus militantes hubieran decidido suprimir a Beñarán, no resulta muy verosímil que eligieran la publicidad de un atentado para cumplir sus fines. Los ajustes de cuentas dentro de una banda terrorista suelen tener un aire y un estilo que rara vez cuadran con la voladura de Anglet.
Otra hipótesis sería que ese atentado fuera un acto de venganza demorado durante cinco años, una factura escrita con el lenguaje de la ley del talión para demostrar que quien a hierro mata, a hierro muere. La fecha y las circunstancias suscitan tan automáticamente el recuerdo de la llamada «Operación Ogro», que resulta difícil no tener presente esa siniestra semejanza invertida.
Así, es inevitable plantearse con la misma incertidumbre que afecta al contenido de veracidad de las otras conjeturas, la hipótesis de que el atentado de Anglet pueda constituir un comienzo de «guerra sucia» contra el terrorismo de ETA, situada en esa vagarosa e inquietante tierra de nadie de los servicios paralelos o del arrendamiento de mano de obra asesina para cumplir planes concebidos en lugares más respetables. Desde este periódico hemos expresado, una y otra vez, nuestra repulsa y nuestra condena por los viles y cobardes atentados perpetrados por ETA; hemos analizado sus indigentes elucubraciones teóricas y sus frías estrategias políticas de desestabilización, y hemos señalado que el sentido último de su acción era la liquidación de las instituciones democráticas en toda España y la creación de un estado de guerra permanente en el cuerpo de la sociedad vasca. La tentación de aplicar procedimientos de -«guerra sucia» para combatir a ETA -hipótesis, repetimos, no probada en el caso del asesinato de Argala- sería un atentado contra los principios de ética política que deben inspirar una sociedad civilizada, pero sobre todo sería un error imperdonable: ampliaría la base social del terrorismo vasco y constituiría un camino directo para el progresivo deterioro y el eventual colapso de las libertades y del pluralismo en nuestro país. El empeño por contraponer, de manera unilateral y rígida, las soluciones políticas y las soluciones policiales en el País Vasco pertenece al campo maldito de las recetas mágicas, cuyos efectos son todo menos curativos. Las medidas policiales, absolutamente imprescindibles para combatir a los terroristas, deben hallarse inscritas en el marco más amplio de las medidas políticas (a su vez inaplicables sin una eficaz actuación de las fuerzas de orden público respaldadas por el cuerpo social).
Sea cual sea la hipótesis a la que los hechos confieran en el futuro fuerza de verdad, parece fuera de duda que las perspectivas de paz en el País Vasco han sufrido un retroceso después del atentado de Anglet.
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