La droga
Iba yo a comprar el pan y en esto que se me viene una jai alta, delgada, joven, rubia, con los ojos claros y el rostro enfermo, o sea, apasionante:-Tú eres Umbral, ¿no?,
-Procuro serlo.
(Ya he ligado, me dije, que es lo que me digo en estos casos, porque se pasa uno media vida persiguiendo por la calle a las mujeres y la otra media creyendo que las mujeres le persiguen a uno por la calle, cosa que tampoco es verdad.)
-Tú escribes muy bien, ¿,no?
-Más o menos. Ven a tomar un café.
Está nerviosa, no fija los ojos en nada, mueve las manos y tiene en la juventud del rostro una secreta vejez, una aceleración biológica que ya me voy imaginando por dónde viene.
-¿Tienes tabaco Fortuna?
No tengo tabaco Fortuna, pero le compro un paquete.
-Me llamo Maruja y soy de Granada. Llevo en Madrid veinte días con una abuela que, bueno, no es abuela ni es nada.
-Ya.
(Me parece que has tirado tu Fortuna al río, macho, me digo mansa e interiormente.)
-¿Tú fumas chocolate?
Me lo temía. Me lo estaba temiendo. Me lo debí haber temido.
-Perdona, pero no. Yo estoy ya muy carroza.
-Yo tengo veinticuatro años.
Tiene veinticuatro años, ha pedido una cocacola, fuma avariciosamente el primer cigarrillo del paquete. Se va creando entre nosotros un vacío creciente de bar mañanero, gritos del limpia, gambas a la plancha, timbres de tragaperras y gregoriano de todos los ciegos y loterías nacionales. Un vacío que me siento incapaz de llenar.
-He estado año y medio en la cárcel, en Argelia, por comerciar en drogas. A mi compañero le salieron tres años.
Esta señorita no liga lo que se dice nada. Me parece, Umbral, amor, que la tarde vas a tener que pasarla con el gato o con La España de Fernando de Rojas, de Gilman, que ha sacado Taurus muy bien.
-Yo sólo puedo vivir traficando y consumiendo droga, viajando o en la cárcel. También me gustaría escribir cosas, no creas. Cómo veo Yo a la gente y eso.
-Te queda otra alternativa -le digo sabiendo que voy a decir una bobada-. La prostitución.
Hace una mueca como sí le hubiera ofrecido el convento. Es curioso, pero la prostitución, que era el fango, el lodo, el arroyo y el infortunio de nuestras abuelas, a estas chicas de la psicodelia les parece casi una entrada en religión. Al ofrecerle esa anticuada. alternativa, por decir algo, advierto en el espejo del bar que se me ha quedado cara de don Marcelo González ofreciendo las clarisas, hace treinta años, a una señorita vallisoletana con mal de amores.
-Estoy muy delgada para los tíos -dice ella, haciéndome, al, fin y al cabo una concesión.
Como por no decirme que estoy muy antiguo.
-Sí, les gustan más gordas -insisto torpemente, ya en plan total de consiliario del pecado.
-¿Entonces tú de droga y ácido nada, tío?
Crece su impaciencia. Niego con la cabeza. Le podría hablar de mis optalidones. Pienso que cada generación tiene sus vicios, sus pecados, sus males sagrados, sus maneras de autodestrucción individual o colectiva. Y no me parece mal. De todos modos, para los que se salven de eso, Carter tiene los neutrones morales.
-Bueno, pues nos vemos por el barrio. Adiós, Umbral.
-Adiós, Maruja.
La Asquerino me decía la otra noche que a los chicos de hoy no les interesa el sexo. Se sientan en círculos promiscuos y fuman y fuman y nada más. Y nada más, Paco. Nosotros, María, que hemos creído tanto en lo otro. No son ni somos mejores ni peores. Estamos incomunicados, eso es todo. Los señoritos vallisoletanos de mi adolescencia creían en las trompas de coñac. Maruja se ha ido y la he visto irse con alivio, en su pana esbelta. Se cree pasota porque se pincha y no depende de la política. No quiere saber que la droga es una industria multicapitalista, plurinternacional. Pero la tarde me la ha machacado, eso sí.
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