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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El lenguaje político

Vicepresidente de Acción Ciudadana LiberalEl lenguaje es una forma de expresión, aunque también puede ser una manera de ocultar el pensamiento. El lenguaje de los políticos es, muchas veces, un sistema de esconder no el pensamiento, sino el vacío de pensamiento, la revelación de que no se les ocurre nada para calificar, estudiar o analizar un hecho. Y mucho menos sintetizarlo.

Toda época tiene un «argot» que se pone de moda en el habla coloquial de un pueblo, una región o una clase social. Los sainetes de Arniches, el teatro de Benavente o las comedias de Muñoz Seca reflejaban, y también creaban, un tipo de vocabulario con frasecitas que luego contagiaban, como una epidemia, al público que las escuchaba. Existían gentes que hablaban o gesticulaban como personajes de La verbena de la Paloma o como marquesas de Campo de Armiño, y hasta andaluces que imitaban el mundo quinteriano. Pero ahora, con la difusión televisiva y los nuevos hábitos del lenguaje hablado y escrito, se extienden a todos los ámbitos de manera vertiginosa y obsesiva. Lo cheli, lo punk, lo camp, lo kitsch y lo pasota aparecen y desaparecen como un Guadiana que encontrara en su imprecisión calificadora, y en ocasiones mal traducida, espléndida ocasión para su utilización como arma arrojadiza del vacío intelectual. «Oye, tío», «te has pasao», «no te enrolles», «me comen el coco», «pasa contigo», «eres un travolta» son expresiones a la orden del día.

En los felices tiempos de la oposición antifranquista, los vocablos de la clandestinidad eran distintos. Uno era el «tacitismo», muy utilizado en Madrid por los intelectuales en las sobremesas opositoras. En una de ellas se suscitó una alta discusión de presuntuosos altos vuelos académicos, trufada de citas extranjeras y nacionales. Dos contendientes emplearon la misma herramienta del «tacitismo» en sentido contrario, cosa que produjo cierto estupor en un auditorio poco lúcido ya por la movida madrugada. Karl Vogt ha contado cómo en una de las noches tempestuosas de París, en casa de Bakunin, donde se discutía, se bebía y se fumaba con pasión durante horas y horas, él decidió irse -cosa que muchos hacían, aburridos- a dormir a su casa. A la mañana siguiente volvió a buscar a no sé quién y se encontró con Proudhon y Bakunin sentados en el mismo lugar que la noche anterior y siguiendo la misma conversación delante de la chimenea, ya apagada. En nuestro caso, alguien que no había sido tan inteligente como Karl Vogt pidió aclaración sobre la palabra «tácito». Resultó que uno entendía que la palabreja procedía del astuto y penetrante historiador romano, adulador y develador según el personaje y el momento, mientras que el contrincante utilizaba el vocablo como silenciosa alusión a lo que, no podía pronunciarse.

En el lenguaje político de hoy existe todo un muestrario de frases hechas que se oyen sin cesar y sin venir a cuento en la televisión, en el Parlamento, en las declaraciones a la prensa y hasta en algunos pedantes editoriales. Escojo del menú a la carta unas cuantas que se prodigan a porrillo: «yo diría»; «a este nivel», «poderes fácticos», «la praxis», «consensuado», «valorar positivamente». Voy a degustarlas una a una para adivinar su sentido hermético o su vacuidad, olvidándome del «contexto» y del «carisma».

«Yo diría»... ¿Quién no ha escuchado ese modo optativo del verbo decir como prólogo de una solemne, y casi siempre aburrida, declaración política? «Yo diría». Si me atreviera a decirlo, yo diría. Pero no me atrevo. Porque antes existía la censura, vigilante y secreta, que mandaba a domicilio al policía de la brigada política o al motorista de los ceses, según la jerarquía del opinante. Aquellos polvos traen estos Iodos. Ahora no hay tales coacciones, pero existen otras en el subconsciente del político. La ejecutiva; el secretariado, el presidente, el ministro, los compromisos del escaño. Más vale no comprometerse: «Yo diría»...

«Los niveles». Aquí el truco procede de los tecnócratas, de estos políticos que carecen de carne, de huesos y de sangre. Nivelar es vocablo de topógrafos; de geólogos y de arqueólogos. «Los niveles» empezaron en nuestro lenguaje político en aquellos momentos en que era gratificador para quienes lo utilizaban para dar un aire científico a los análisis de la situación. En un viaje a Madrid, allá por los años 72 ó 73, asistí a una reunión clandestina en la que predominaban cristianos democráticos y opusdeístas antifranquistas; y se me hizo ver, no sin diversión por mi parte, que no era lo mismo lo que pensaba la Iglesia de la jerarquía que la de las comunidades de base; ni la de los curas progresistas que la de los colegios mayores del oficialismo católico. Todo ello era sabido, pero la explicación se hizo a base de «niveles». «A nivel de arzobispado, de AC y de consiliarios, de la Obra, todo eso será verdad -argumentaba un militante de la ID-, pero a nivel de cristianos por el socialismo y cafeterías de las calles de la Princesa y del Marqués de Urquijo, para hablar de Madrid, eso no es cierto.» Siempre me quedó una pizca de curiosidad por conocer el nivel de esas cafeterías cristianas-avanzadas y sigo sin haber encontrado la ocasión de haber desvelado Su secreto. Acaso sea ya demasiado tarde.

¿Y qué decir de los «poderes fácticos»? ¡Hermosa pedantería gauchista para aludir a la Institución cuyo nombre es tabú! Estamos, igual que en los tiempos de Gide, con el pecado que no osa decir su nombre. ¿Poderes fácticos? Todo poder es fáctico, mientras no se demuestre lo contrario. Todo poder es un hecho político, social, económico, intelectual o espiritual. El Estado es un poder fáctico, como lo son los Gobiernos, los partidos, los sindicatos, los empresarios, la banca, la prensa, la Iglesia, los jueces, la Universidad. ¿Por qué llamar fáctico a uno solo de estos poderes, a las Fuerzas Armadas? Este es un plato del menú palabrero que tiene una elaboración en lo que se llama la izquierda. El sabor de «lo fáctico» se origina en una subconsciente antinomia de «lo jurídico». Hecho frente a derecho. Golpismo frente a Constitución. Lamentable antítesis que nadie -ni los hechos- respalda. El ridículo eufemismo de hablar de los «poderes fácticos», ejemplares en su comportamiento y en sus silencios, es otro caso de las grotescas utilizaciones del contagioso lenguaje de los políticos para cubrir la desnudez de su pensamiento y la carencia de gallardía.

«Praxis», «consensuado». Dos nuevos vocablos acuñados para uso de los tiempos que corremos. Pasar de la teoría a la praxis es saltar desde Marx -cuya mujer, Frau Jenny Marx, se ponía en las tarjetas de visita, por indicación de su marido, «nacida baronesa Westphalen»- al eurocomunismo, pasando por Lenin, Trotski, Stalin, Beria y Krutschev, todos ellos partidarios de la praxis, poco consensuada y adobada con sal de Siberia. Lo consensual es uno de los grandes hallazgos verbales del bienio 1977-78, que bien podía llamarse el bienio consensuado.

«Consentido», ese vocablo malsonante, aunque felizmente eliminado de nuestras leyes penales, se aplicaba a quien llevaba los cuernos de manera apacible. Decía Jefferson que la democracia liberal se basaba en el derecho a disentir y en el respeto a este disentimiento, sea cual fuere su volumen numérico electoral. Baudelaire pedía que entre los derechos del hombre figurase el derecho a contradecirse, pues resultaba algo inevitable a lo largo de la vida del ser humano. Y Valery gritaba: «Je ne suis pas toujours de mon avis.» Pues ahora, no. Todo es «consensual» y está «consensuado».

«Las valoraciones». ¡Qué última horterada gramatical esta que se derrama insistentemente sobre nosotros! «Valoro muy positivamente»... Pero ¿por qué? ¿Cuáles son sus razones? Díganos usted cuál es el contenido, el análisis de la situación, los pros y los contras. Todo el mundo «valora» de un modo «positivo», sea cual fuere la noticia, el episodio o el acontecimiento. Tanto da que sea terremoto, inundación, asalto a mano armada, violación, huelga o desvalijo, o se trate de un partido de fútbol, manifestación política, embarazo de una vedette, elección de un Papa o subida del precio de la gasolina. Todo se valora positivamente. Hace unos días, me llegó la noticia de unos graves incidentes ocurridos en determinada ciudad. Llamé a una redacción de un periódico amigo inquiriendo datos, y me contestaron: «Acabamos de hablar con nuestro corresponsal y nos dice que el gobernador valora muy positivamente lo sucedido.»

El lamentable suceso había costado tres muertos y seis o siete heridos. Me dije para mis adentros que menos mal que la valoración era positiva, pues si llega a ser negativa...

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