La Constitución y el apocalipsis
Los numerosos y enlutados augures que de siempre hemos padecido en nuestro agónico país nos amenazan con un caos multiforme. De la familia, por causa del divorcio; de la economía. Por el derecho a la huelga; de la unidad nacional, por las autonomías, y así sucesivamente. Por si esto fuera poco, el no haber puesto a nuestra naciente Constitución bajo la protección divina nos va a acarrear desdichas sin cuento. Eso ha dicho, al menos, don Julio Rodríguez -el que usaba tarjetas de visita en las que ponía «ministro de Franco»- y también el senador don Fidel Carazo. Aquél, manifestaba a Cambio 16 que esta abjuración, «aunque pueda parecer anecdótica, tendrá una honda repercusión en la vida española, pues en el futuro, ni Santiago Apóstol, ni la Virgen del Pilar serán patronos de España», y éste nos amenazaba apocalípticamente, diciendo: « Si quitamos a Dios del frontispicio de España se producirá un caos desde el campo a los altares. » No se ve muy claro por qué el caos ha de producirse en el agro, que ya bastante caótico está sin necesidad de añadirle este nuevo flagelo, pero así se expresó el senador, dejando con el corazón en un puño a los que pensamos adoptar esta Constitución.Es asombrosa la pertinacia con que el ser humano utiliza la tartufería de hacer avalar a Dios sus más dudosas acciones. A Dios se le hace bendecir los cañones, defender las causas terrenas y ser testimonio de juramentos de fidelidad. Después, los cañones sirven para enviar semejantes al cielo y hasta para derrumbar las mismas casas de Dios. Las causas -siempre sagradas, por supuesto- se convierten en fuente de destrucción y dolor, y los juramentos, hechos ante banderas y libros sagrados, se quebrantan por razones de Estado, dejando al divino testigo por los suelos.
Aliar a Dios a nuestras opciones políticas y a nuestras querellas terrenales es más que «usar su Santo Nombre en vano», como la Biblia nos dijo; es utilizarlo fraudulentamente. La historia nos enseña que el incorporarlo a empresas, cruzadas y conquistas, no suele apartar del mal a los hombres o instituciones que lo usan. Dieu et mon droit, dice en el escudo del Reino Unido, con lo que los astutos ingleses parecen sugerir que sus derechos, ejercitados históricamente con muy poco respeto a los de los demás, tienen origen divino. Los norteamericanos añaden In God we trust -Confiamos en Dios-, pero su práctica política contemporánea parece indicarnos que cometieron una pequeña errata en su divisa. ¿No habrán querido decir In gold we trust? Finalmente, los alemanes de la primera guerra mundial incorporaron a la hebilla del cinturón de sus soldados la leyenda Gott mit uns -Dios con nosotros-, lo que no les impidió ser los que siempre tuvieron la iniciativa en el uso de las más crueles y mortíferas armas de guerra. Al final resultó que Dios no estuvo con ellos y perdieron la contienda, pero la verdad es que estas manifestaciones de la justicia divina se prodigan poco.
Pero lo que debe sumir en un mar de confusiones al votante del próximo referéndum es que esta Constitución, reputada atea y marxista por la derecha montaraz, resulte fascista para la izquierda extrema. ¿Quién le hubiera dicho a Einstein que su teoría de la relatividad iba a ser aplicada a la política?
Que los primeros nos ordenen decir «no» es natural. A ellos no es que les disguste esta Constitución, sino todas. Están más bien por las Ordenanzas Militares que por los códigos políticos; más por los viriles caudillajes que por las prosaicas urnas. Los segundos, que con curiosa coincidencia también nos proponen la negativa, parecen adeptos de aquel extraño slogan del mayo francés de 1968: Seamos realistas; pidamos lo imposible. Por lo visto, una Constitución que no admite el aborto, la independencia de las nacionalidades, la República o la organización marxista de los medios de producción, no es una Constitución presentable.
De estas dudas cartesianas y casi metapoliticas me ha rescatado una vieja tía mía, más preocupada de sus nietos que de la democracia, pero con un indudable buen sentido. «Para votar esta Constitución -me ha dicho- no necesito ni leerla. Ha sido hecha por los políticos que elegimos con nuestros votos. Si tiene defectos, ya se corregirán, y si los que la hicieron nos defraudan, elegiremos a otros. Yo a lo que voto «sí» es a tener una Constitución, de la que hemos carecido durante cuarenta años.»
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