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Tribuna:
Tribuna
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Momento difícil

Encontrarse fuera del país en momentos decisivos, en estas vísperas del referéndum, es una desventaja. Las noticias llegan incompletas, y falta, además, el vital contacto de cada hora que nos domina y pone a tono con el ambiente. Y, sin embargo, también la distancia permite ver otras cosas, la marcha general de ellas, sin que nos lo impida la continua presión de lo que ocurre.Con el riesgo de opinar desconectado, pero con el deseo de atender al importante deber de no callar en un momento dificil, me atrevo a hacer en voz alta estas reflexiones.

Estamos viviendo días difíciles y penosos. En vísperas del tercer aniversario de la muerte del dictador hemos tenido por primera vez tangible en la calle la amenaza de un golpe militar. Los promotores de él han sido movidos, al menos en parte, por las intolerables agresiones de que las fuerzas del orden público han sido objeto por los terroristas vascos. La noticia de los asesinatos no deja, por repetida, de ser horrible, e introduce en nuestra vida, en la de todos, un escalofrío de inseguridad y anormalidad. Las represalias no hacen más que duplicar el horror. La situación es intolerable y, lejos de toda salida, las últimas semanas la han ido tensando hasta lo insoportable.

Los que, mal aconsejados, han imaginado que bastaría un cuartelazo para arreglarlo todo deberían tener presente lo que todos hemos vivido. Pues su actitud, confusa e inconexa, viene a coincidir con esa macabra celebración que con sus pintadas, ruidos y anacrónicos gritos y saludos hace un día desgraciado del 20 de noviembre, o del 19.

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Parece que todos han olvidado, los que, ancianos o jóvenes imberbes, han salido a la plaza de Oriente para recordar al difunto Franco, que esa consigna de «el Ejército al poder» es una frase imprecisa, que corresponde a una realidad imposible. Con la sublevación en 1936 de una parte del Ejército, no hubiera habido, sin la ayuda de Mussolini y de Hitler, una guerra civil larga que la llevó al triunfo. Tanto militares ahora conspiradores o descarados frente a sus jefes superiores, como manifestantes gritadores, no deberían olvidar que el golpe de Estado que se intentó el 18 de julio de 1936 no triunfó como tal golpe militar. El Ejército salió ala calle, y, con el apoyo de determinadas fuerzas políticas, triunfó en unos lugares, mientras que en otros, tal vez desunido, sucumbió ante otras fuerzas políticas. Y en vez de ese fácil cuartelazo, esa sorpresa que unos insensatos Poco solventes soñaban ahora, tuvimos una guerra civil con miles de víctimas en ambos bandos y las tristes consecuencias que aún tocamos en nuestra vida diaria al cabo de tantos años.

Pues en realidad la imagen que la propaganda sembró de un «Ejército salvador» que se levanta como un solo hombre y dirige la cruzada y después la política de la nación, es falsa. El Ejército, como la nación misma, quedó desde el primer momento dividido, y la guerra civil se cebó cruelmente en las filas de aquel. Por su misma profesión, los militares fueron víctimas primeras en los dos bandos en que España quedó dividida. Los numerosos fusilamientos de jefes y oficiales contribuyeron desde el primer día, en ,ambas partes, a hacer la lucha irrevocable y a muerte.

Y una vez que el bando nacional tuvo un caudillo único, elegido, es verdad, por jefes militares, ¿es que se puede decir en serio que el poder perteneció al Ejército como tal? Ni los colaboradores inmediatos de Franco, ni sus ministros o personas de confianza, fueron en parte importantes militares, ni acaso tenían por qué serlo. Es más, la historia de los jefes militares que hicieron la guerra civil no es la de una fácil colaboración con el dictador. No haremos sino recordar al buen entendedor unos pocos nombres, los más sonados e importantes: Mola, Cabanellas, Queipo, Yagüe, Kindelán, Aranda, Valiño... Un movimiento organizado por militares quedó concentrado en las manos de uno solo, Franco, que dispuso del mando de modo omnímodo, aprovechando el modelo que le brindaba el entonces vigente Estado totalitario, que no los militares, sino ciertos jóvenes teóricos fascistas, como muy bien recuerdo, le brindaron, y él supo ajustar a sus medidas. ¿Es eso lo que quieren, solicitando al Ejército a su servicio, Piñar o sus huestes? La fecha del 20 de noviembre, que de fatal manera une el nombre de un dictador personal y de ramplona ideología con la del soñador fascista, que tuvo su nobleza, José Antonio Primo de Rivera, es todo un símbolo de esa irrepetible confusión. La presencia en Madrid de los zorros y carcamales del posfascismo, españoles, italianos y de otros países, no hace sino confundir dos cosas muy distintas: un fascismo juvenil que buscó algo del atractivo de la revolución (y del leninismo y trotskismo tomó la idea del poder personal omnímodo, de las milicias paramilitares, y cierto aparato exterior), para luego terminar en todas partes en contubernio con la derecha, y esta misma derecha en sus formas más retardadas, inatractivas, y rutinarias. A este perteneció siempre Franco por derecho propio, como demostró la desconfianza que mostró -y que era mutua- frente a los contados falangistas que no se dejaron comprar.

Después de la larga, y trágica, y .aburrida experiencia de los casi cuarenta años de mando incontrolado de Franco, mando prolongado en una catastrófica senilidad, estamos en otra época. El mundo actual, multiplicado, multitudinario, desbordante de gente que necesita comer y ser educada, los sueños e ilusiones que calentaron la cabeza a unos y a otros, a los que organizaron - la «cruzada» y a los que respondieron a la agresión con los mismos medios (incluso adelantándose a dar el primer golpe con el asesinato de Calvo Sotelo) han quedado muy lejanos.

En el aniversario de Franco sale gente a la calle, y marchan, y saludan, y berrean, pero todo esto, lo mismo que la soflama de aquel oficial que parece que en Cartagena le decía al ministro que la nueva Constitución es impía y liberal, no pertenece a este siglo. Se trata de desorientados. La gente de nuestro siglo quiere el pluralismo, la libertad, el respeto a los derechos. Y protesta contra el terrorismo por la misma razón, contra esos pequeños grupos que en Vascongadas y Navarra, y en otras partes, también en la calle de Atocha, asesinan y ponen bombas y lanzan consignas desesperadas.

Frente a estos insensatos está la realidad que hace tres años era difícil de imaginar. Desapareció Franco, el hombre que a lo largo de cuarenta años se había colocado en lo que parecía la clave de la bóveda, y la bóveda no se cayó. Lo que se sostenía entre las tensiones que provocaron y mantuvieron la guerra civil, y que la llamada victoria no resolvió, ha ido buscando apoyos normales y naturales, como en el resto del mundo occidental: partidos políticos, sindicatos libres, prensa con libertad informativa. La bóveda de la convivencia nacional, se consolida sin la magia de una pieza clave ungida y carismática.

La Monarquía ha tomado sobre sí la tarea de hacer compatible el avance social con el respeto a los derechos. Lo que hemos aprendido, o vuelto a aprender, al cabo de largos años de tensión de la larga dictadura, es que sólo la política de conciliación de partidos e intereses, y la participación de todos los españoles en los beneficios de la riqueza y el trabajo, puede asegurarnos una vida normal, la que, en el actual estadio de civilización, es patrimonio de los pueblos más ricos y adelantados. Es la fórmula de la vida civilizada. de la que se apartan irremediablemente los ejércitos en el poder que se imaginan Piñar y sus movilizaciones.

Los que no queremos que España vuelva a caer en el carísimo experimento de la dictadura tenemos nuestra esperanza en el plebiscito en que el pueblo, la inmensa mayoría de la gente, lejos de los manifestantes del brazo en alto y de los terroristas de toda clase, declare su afirmación de que quiere seguir por el camino comenzado. Tomando entre todos la responsabilidad de hacer del nuestro un país habitable, aprendiendo a respetarnos unos a otros y a sentir los deberes de ser ciudadano. Es la solemne declaración de los españoles, el sí en el referéndum convocado, lo que ha redoblado la actividad de terroristas y conspiradores, de manifestantes en delirio y de asesinos.

La esperanza de que unos y otros perciban cómo son minoría incapaz de imponerse la ponemos en la unanimidad en el sí, con olvido de agravios y desilusiones, para coincidir en lo afirmativo: en una Constitución base del derecho.

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