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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El secuestro de España

POR FIN tendrá fuerza legal la prohibición de utilizar la bandera nacional con fines partidistas. Aunque a comienzos del pasado mes de junio el Consejo de Ministros anunció un real decreto mediante el que se fijaban las circunstancias en que podría exhibirse la enseña nacional y las sanciones para quienes pretendieran instrumentalizar parcialmente un símbolo que es patrimonio común de todos los españoles, lo cierto es que la utilización de la bandera rojigualda con propósitos sectarios, exclusivistas y excluyentes no ha hecho sino aumentar en el curso de los últimos meses.Hasta la renuncia al símbolo republicano -de corta historia, dudoso fundamento y contraproducente eficacia para la reconciliación entre todos los españoles- por parte de los partidos de la izquierda parlamentaria, la malévola usurpación de la bandera nacional por la derecha autoritaria y los grupúsculos situados a estribor de Alianza Popular tuvo, si no disculpa, al menos coartada. Pero desde el momento en que los comunistas, primero, y los socialistas, después, hicieron la crítica de sus anteriores posiciones y asumieron la vieja bandera del rey Carlos III, como símbolo dela unidad nacional por encima de los malos recuerdos de la guerra civil hasta esa débil atenuante para el delito de monopolizar la enseña de todos los españoles ha desaparecido.

La identificación entre España -su historia, su cultura, sus habitantes- y esa delgada capa de conservadores y energúmenos que reclaman la propiedad exclusiva de la Patria tiene, desgraciadamente, un lejano origen. A partir de la Revolución Francesa, los sectoresmás retrógrados y dogmáticos de la cultura española han tratado de limitar laldea de España al pobre contenido de sus manías, estereotipos y rutinas. Surgió así la nefasta doctrina de la oposición radical entre una supuesta «España» metafísica, finca para los intereses de las clases dominantes, y otra también inventada «Anti-España», a la que eran relegados los intelectuales que discrepaban de los inquisidores y los ciudadanos que exigían trabajo y una mejor distribución de la riqueza. De alguna forma esa teoría mendaz condicionó la respuesta de nuestros mejores intelectuales, que trataron de dar una respuesta más racional y veraz a un problema en sí mismo mal planteado. La contraposición entre la «España de charanga y pandereta» y la «España de la rabia y de la idea» de Antonio Machado fue un noble intento de dar la vuelta a los argumentos de la cerril derecha de su tiempo. Tal vez, sin embargo sea ya llegado el tiempo de negarse a admitir el plural aplicado a la nación española y de abandonar cualquier tipo de polaridad que suponga recubrir los inevitables conflictos ideológicos y materiales entre los españoles con referencias a la «verdadera» España.

José Ortega y Gasset, Manuel Azaña o Indalecio Prieto son tres figuras de nuestro reciente pasado a quienes impulsó hacia la vida pública, entre otras cosas, un fuerte y apasionado sentimiento de amor por España. La emoción patriótica, que es posiblemente una forma algo menos racional y más pasional de ese mismo sentimiento de pertenencia nacional también se halla, sin duda, entre las motivaciones de ideólogos y líderes del coinservadurismo español contemporáneo. Ninguna de las corrientes ideológicas y políticas de nuestro pasado y nuestro presente se halla en condiciones, empero, de exigir el monopollo de España.

No se trata de una cuestión especulativa, La ultraderecha está tratando, con toda evidencia, de secuestrar para sus fines la bandera en tanto que símbolo de la comunidad española. ¿Es necesario recordar que España no es sino el conjunto de todos los españoles, que recogen en su memoria colectiva y reproducen, con sus comportamientos y sus actitudes, las diferencias y contraposiciones deológicas de sus antepasados? El señor Piñar o el señor Fraga son españoles con los mismos derechos y las mismas obligaciones que el señor Suárez, el señor González o el señor Carrillo. Balmes y Blanco White, Donoso Cortés y Larra, Meriéndez Pelayo y Unamuno, Maeztu y Ortega, Maura y Pablo Iglesias, Gil Robles y Azafia pertenecen todos ellos a una realidad histórica que cobra su entero sentido por la existencia de los unos y de los otros.

Pero esa constatación obvia debe servir para extraer conclusiones prácticas. Quienes se propongan expulsar de la comunidad española a los españoles, vivos o muertos, que no compartan sus creencias y sus preferencias son moralmente reos de un delito de lesa patria. Y quienes intentaron manipular los símbolos de la nación y su bandera, con la intención de monopolizar la idea de España, además de incurrir en las s anciones legales previstas por el real decreto aprobado en el Consejo de Ministros, asumen la grave responsabilidad de tratar de expropiar al resto de sus compatriotas de su inalienable condición de españoles.

El objetivo básico que persiguen esos usurpadores de la enseña nacional es el favor de las Fuerzas Armadas, a cuyos miembros se intenta manipular mediante la confusión y el fraude. Pero los oficiales de nuestros Ejércitos no pueden caer en esa burda trampa. Pues detrás de esas invocaciones patrióticas y de esas exhibiciones monopolizadoras del sentimiento nacional es bien fácil percibir los intereses materiales y las ambiciones de poder de quienes pretenden instrumentalizar la fuerza en contra de la Monarquía parlamentaria, de las instituciones democráticas y de las libertades ciudadanas.

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