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Tribuna
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El voto de la Constitución y el consenso

En el referéndum que va a celebrarse dentro de unas semanas el pueblo español no va a decidir si quiere o no la democracia, pues eso ya lo decidió en el de diciembre de 1976 y, más inequívocamente, con su participación masiva en las elecciones de junio de 1977. Tampoco va a pronunciarse en este referéndum acerca del carácter más o menos democrático del proceso constituyente ni sobre el comportamiento que durante ese proceso ha desarrollado cada partido, punto este sobre el que se pronunciará, sin duda, en las próximas elecciones.Ahora lo que va a decidirse es si el proyecto elaborado por las Cortes establece o no un régimen democrático y viable, si las Cortes han cumplido o no el mandato conferido por el electorado para reemplazar el viejo régimen autocrático por un régimen democrático capaz de canalizar pacífica y eficientemente la convivencia entre los españoles. Votarán en favor del proyecto quienes consideren que las Cortes han cumplido ese encargo y el texto reúne esos dos requisitos. Votarán en contra quienes entiendan que no es ese el caso y también aquellos otros que, rechazando por principio las fórmulas democráticas, se oponen a la instauración de la democracia en nuestro país.

En cualquier caso, tanto si se aprueba como si se rechaza, las consecuencias son claras. En el primer caso contaremos inmediatamente con una nueva Constitución. En el segundo habrá. que elegir nuevas Cortes encargadas de redactar otra Constitución democrática más en consonancia con el sentir de la mayoría. Bajo ningún concepto se produciría, en este último supuesto, un vacío de poder, sino tan sólo un retraso en el proceso de formalización de la democracia. De ahí que no tenga sentido votar en favor de la Constitución si no nos gusta, sólo en función de ese pobre argumento según el cual «más vale contar con una Constitución aunque sea mala, que no contar con ninguna». Salvo, claro está, si se entiende que los costes que comportaría la prolongación de la actual situación de provisionalidad serían superiores a los que derivarían del hecho de regirnos por una Constitución defectuosa o insatisfecha.

Por eso las dos cuestiones que hay que plantearse para inclinarse en favor o en contra del proyecto son simplemente éstas: ¿es democrático el régimen que establece la Constitución?, ¿es, en principio, viable? La verdad es que son muy pocos los que no consideran democrático ese régimen. El hecho de que en él no se reconozcan expresamente los derechos de algunas minorías no autoriza a poner en cuestión la significación democrática del proyecto, pues una Constitución democrática no es aquella que menciona de forma expresa los derechos de todos los grupos particulares que existen en una sociedad, sino la que permite que esos grupos se organicen y actúen para promover sus ideas derechos e intereses, como lo hace, en efecto, el proyecto.

La estrategia del consenso

Más discutible y polémica resulta, en cambio, la segunda cuestión, y no deja de ser curioso que las diversas posiciones que se vienen perfilando arranquen de dos interpretaciones contrapuestas de lo que ha significado durante el proceso constituyente la política del consenso. Para algunos, en efecto, la estrategia del consenso ha generado tal ambigüedad en el texto constitucional que en él ni siquiera se define con claridad el «modelo de sociedad», que trata de implantarse, lo que hace no sólo posible, sino probable, un conflicto frontal y permanente entre los partidarios de la economía de mercado y los partidarios de una economía socialista. Para otros, en cambio, la estrategia del consenso, además de ser la única posible, ha permitido redactar una Constitución aceptable por todos los grupos políticos, y ese logro, que, según esta versión, constituye su principal mérito, no sólo permite anticipar su perfecta viabilidad práctica, sino que compensa sobradamente las ambigüedades políticas y las insuficiencias técnicas del texto, que no son sino la contrapartida, el coste del consenso.

Lo cierto es que ninguna de estas interpretaciones resulta ni satisfactoria ni convincente. La primera exagera fuera de toda proporción la ambigüedad del texto respecto del modelo de sociedad que en él se perfila y que, en realidad, no es otro que el modelo de economía mixta típico de las sociedades occidentales, en el que se privilegia a la iniciativa privada sin negar, por ello, al Estado su derecho de intervenir introduciendo limitaciones al derecho de propiedad por razones de utilidad pública y nacionalizando determinados sectores económicos de importancia estratégica para la defensa, la economía o la colectividad.

Pero tampoco la segunda interpretación es del todo correcta. Por una parte, la Constitución ha sido aceptada por las principales fuerzas políticas, pero no por todas. Por otro lado, la mayor parte de las lagunas e insuficiencias técnicas no son imputables, bajo ningún concepto, al consenso, y lo son, en cambio, con frecuencia, a la injustificada infravaloración política de la técnica constitucional. Lo que supone ignorar, entre otras cosas, nuestra propia experiencia histórica, pues no fueron pocas las situaciones críticas que se plantearon durante la II República a consecuencia de la inadecuada regulación de algunas de sus instituciones fundamentales, como el Tribunal de Garantías y la Presidencia de la República.

Constitución incompleta

Por último, y esto es lo más importante, el consenso ha obligado a posponer decisiones sobre cuestiones fundamentales, aplazándolas de momento y dejándolas para una futura ley orgánica. La Constitución está, por tanto, incompleta. Su verdadera viabilidad no podrá conocerse hasta que se hayan desarrollado las leyes orgánicas, pues en numerosas ocasiones la Constitución apenas si fija los criterios mínimos a que habrán de atenerse tales leyes, que serán, sin embargo, las que precisen, especifiquen y concreten el verdadero sentido del texto constitucional. Y ese proceso de concreción de la Constitución comporta dos graves peligros.

En primer lugar, el peligro de que el propio carácter consensual de la Constitución, que se aduce como su principal mérito, se vea desvirtuado en la práctica. Bastaría para ello que uno de los grandes partidos, tras conseguir en las elecciones la mayoría absoluta de los escaños, se propusiera llevar a cabo el desarrollo de las leyes orgánicas por su propia cuenta, sin contar con los demás partidos, lo que, en principio, podría hacer, pues para aprobar una ley orgánica es suficiente contar con la mayoría absoluta de los votos del Congreso.

En segundo lugar, el peligro de la institucionalización de la inseguridad jurídica de todos, pues si uno de los partidos principales, apoyado en la mayoría absoluta, adoptase una política de ese tipo, no tendría nada de particular que si en próximas, elecciones otro partido consiguiera la mayoría absoluta se inclinara en la misma dirección, derogando las leyes orgánicas que creyera conveniente, incluída la ley electoral, y sustituyéndolas por otras más en consonancia con sus intereses.

Si esos peligros son algo más que simples quimeras, lo lógico sería que los partidos que fundamentan la viabilidad de la Constitución básicamente en su carácter consensual se comprometieran a mantener la estrategia del consenso en lo que se refiere al desarrollo de las leyes orgánicas hasta completar el proceso constituyente. Y ello lo mismo si hay elecciones inmediatamente después del referéndum como si no las hay, lo mismo, en caso de haberlas, si un partido lograse la mayoría absoluta camo si no hubiera ninguno que lo consiguiera. Es verdad que, aun sin formalizarse un compromiso de ese tipo, la formación de un Gobierno de coalición UCD-PSOE ahuyentarla, en principio, aquellos dos peligros, pero, aparte de los problemas que esa coalición crearía, la exclusión del PCE y de las minorías regionales comportaría otra serie de riesgos de importancia poco desdeñable.

La mayoría de los españoles vamos seguramente a votar que sí a la Constitución, porque estamos convencidos de que en ella se dibuja un régimen democrático y porque confiamos en que los mismos intereses de los partidos y el buen sentido de sus dirigentes inducirá a éstos a mantener el consenso en el plano constitucional, lo que, sin duda, permitirá que la Constitución, desarrollada y completa, resulte operativa y estable. Corresponde, sin embargo, a los líderes políticos responder a esa corriente de confianza popular negociando entre sí y comprometiéndose ante la opinión pública a mantener ese particular tipo de consenso hasta que esté completa la Constitución. Sólo de ese modo quedarían disipadas las innumerables dudas sobre la viabilidad práctica del documento que vamos a votar. Y sólo así resultaría convincente y real el argumento de que es preciso pronunciarse en favor del proyecto, nos satisfaga o no plenamente, por tratarse de una Constitución de todos y para todos, y no haber sido impuesta por ningún partido.

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