El fracaso de una medicina limitada
Nuestra medicina occidental, la medicina que hemos considerado propia de las sociedades civilizadas, la que ha pretendido monopolizar el calificativo de científica, presenta signos progresivamente evidentes de haber entrado en una profunda crisis. Una crisis que afecta a sus propios contenidos científicos, en la medida en que éstos, aunque siguen siendo básicamente válidos -con la validez relativa que caracteriza al antidogmatismo de la verdadera ciencia- y se han incorporado al patrimonio del conocimiento humano, se muestran incapaces, para dar explicación y solución a problemas que el hombre contemporáneo sufre cada vez con mayor intensidad, como pueden ser él cáncer y la neurosis.Entonces parecieron abrirse para la medicina unas perspectivas ilimitadas. Los progresos de la bioquímica permitieron el aislamiento de las hormonas y la determinación de los ciclos metabólicos del organismo, así como su aplicación terapéutica. El descubrimiento de los antibióticos supuso contar con un arma eficaz frente a los procesos infecciosos, y, especialmente, a las graves epidemias que hasta entonces habían constituido uno de los mayores azotes de la humanidad. Los avances de la anestesia supusieron aumentar el tiempo y la sede las intervenciones quirúrgicas, haciendo posible el desarrollo de nuevas técnicas operatorias que garantizaban melores resultados y menores riesgos. Las innovaciones tecnológicas aplicadas a la medicina mejoraban considerablemente las posibilidades de diagnóstico (medicina nuclear, endoscopias, hemodinámica, fisiología respiratoria, etcétera), tratamiento (microcirugía, bisturí eléctrico, circulación extracorpórea, respiradores, etcétera) y control (monitorización) de los enfermos. Al amparo del neopositivismo reinante parecía abrirse a la medicina un campo ilimitado.
Sin embargo, como ha advertido Lukácks, el positivismo es siempre el recurso de las minorías rectoras para satisfacer los intereses inmediatos de las mayorías, haciéndoles olvidar sus necesidades profundas. De la misma forma que en el orden económico el capitalismo clásico hasta entonces predominante asumió tras la crisis universal de 1929 y el fracaso de los ensayos nazi-fascistas, los esquemas keynesianos y se transformó en lo que hoy conocemos por neocapitalismo como respuesta a las críticas marxistas más movilizadoras, la medicina tuvo que sufrir profundos cambios para adaptarse a las nuevas tendencias que imperaban en el contexto social donde estaba inmersa, de modo que su organización adquirió un carácter tecnocrático y consumista.
Medicina unidimensional
Pasando por alto las intensas modificaciones que esta adaptación originó en el ejercicio de sus profesionales -entendidos éstos en un sentido amplio-, puede afirmarse que el neocapitalismo condicionó a la medicina hasta convertirla en uno de sus más expresivos ejemplos y quizá la mejor de sus justificaciones. En un proceso paralelo a aquel por el que las pequeñas empresas iban perdiendo sus posibilidades de dirigir el sistema económico en provecho de las grandes. los profesionales liberales debieron ceder su capacidad de orientar la actividad sanitaria en beneficio de las grandes firmas productoras de material farmacéutico y electromédico. Para ello sólo fue preciso convencer a la sociedad de que eran ilimitadas las posibilidades de los nuevos horizontes científicos-tecnológicos y que sólo a través de ellas podían hacerse accesibles para todos.
En una primera fase, esta adecuación de la medicina a la sociedad de consumo produío resultados sorprendentes: el acceso de la práctica totalidad de la población a los nuevos recursos, unido a una mejora general de las condiciones de vida, supuso la práctica anulación de la mortalidad por enfermedades infecciosas o carenciales (las producidas por alimentación insuficiente en cantidad o calidad) y la contención de otras muchas.
Impresionado por estos éxitos, el hombre occidental se abandonó al simplismo de las imágenes que le ofrecía la medicina del keynesianismo: se asumió el concepto de salud como algo directamente proporcional al consumo de los nuevos productos que le ofrecían la ciencia, la técnica. Sí, como afirmaba Marcuse. los hombres se hicieron unidimensionales al identificar su plenitud -o su felicidad, si se prefiere- con sus posibilidades de consumo, la medicina se convirtió en el paradigma de este modelo de sociedad. Si la figura del médico como proveedor de felicidad había desplazado de su mágico lugar a la del confesor años antes. ahora aquella fue destronada por la mitificación de las innovaciones terapéuticas (fármacos o máquinas). Así, todos los médicos han vivido la experiencia de que se les piden pastillas para que el marido tenga mejor carácter, para que los niños tengan más apetito o para aumentar la capacidad de estudio, cuando lo que en el fondo se les solicita es un medio providencial de resolver los problemas conyugales, de conseguir que los hijos sean mas hermosos o de aumentar el nivel intelectual, valores que las actuales categorías de esta sociedad identifican con el término felicidad. Y la medicina se hizo cómplice de esta trampa que privaba al individuo contemporáneo de la capacidad- de afrontar su propia realidad al creerse a sí misma capaz de jugar el papel taumatúrgico que se le atribuía. Más aún, esta mistificación. conjugada con los intereses de los poderes económicos basados en el incremento constante de los frutos de la nueva medicina, determinó que la enfermedad -real o imaginada- fuese la única evasión que permitía la sociedad a las obligaciones; que ésta imponía en la vida cotidiana. Aumentaron por ello la neurosis y las enfermedades psicosomáticas, tan imposibles de resolver satisfactoriamente como impotente era la propia medicina para resolver los problemas humanos y sociales que les originaban.
Pero el fracaso de esta medicina triunfalista pronto se manifestó también de otras formas. Por ejemplo en su incapacidad para prevenir v tratar con buen resultado enfermedades que la propia sociedad de consumo hacía cada vez más patentes y más precoces, como los procesos cancerosos, cerebrovasculares y coronarios, las broncopatías crónicas y ciertos tipos de traumatismos. La respuesta a esta impotencia no podía ser otra, lógicamente, que aumentar el consumo de unos productos tan ineficientes como costosos, que en buena parte de los casos lo único que conseguían era aumentar la yatrogenia (padecimientos producidos por los mismos medios que se supone que servirían para curar). El sistema aumentaba sus gastos para combatir las dolencias que él mismo producía, entre otras razones, porque abordar con decisión las causas de las mismas hubiera supuesto atentar contra las bases en que se sustentaba. La prevención quedaba así sólo al alcance de unos pocos privilegiados.... que suponían que accedían a ella con un nuevo consumo adicional de actos médicos, a través de unos discutibles chequeos que, aunque aseguren al ansioso paciente que se encuentra perfectamente, no le pueden izarantizar que no sufrirá un infarto de miocardio diez minutos más tarde.
No puede extrañar, por tanto, que empiecen a multiplicarse las críticas ante la medicina tecnocrática-consumista. Algunas tan explícitas y documentadas como las de Ivan Illich, que lleva sus denuncias hasta la exageración y sus soluciones a la mística de un retorno al primitivismo de forma coherente con ciertos movimientos contraculturales de la pasada década, como los hippies. Otras, más veladas, pero no menos significativas, han corrido a cargo del hombre de la calle que, constatando en si mismo el fracaso de la medicina oficial, recurre cada vez con mayor frecuencia a medios de curación extraacadémicos: el yoga, la acupuntura, e incluso, al curanderismo. Medios en los que proyecta la misma ansiedad que le llevó a acudir a la medicina oficial, pero que resultan también de una muy relativa eficacia, entre otras razones, porque se enmarcan fuera del contexto cultural que les es propio.
Más mal que bien, la medicina del consumo ha podido mantenerse hasta que sus despilfarros han lleqádo al techo económico del sistema social que la alberga. La crisis del petróleo ha hecho obligada una revisión del actual sistema sanitario hasta para la misma sociedad que lo engendró y puso en él todas sus complacencias. De modo que cada vez es más generalizada la opinión de que la actividad sanitaria no hay que centrarla tanto en la enfermedad como en la promoción de la salud. O lo que es lo mismo, que debe promoverse que el hombre se desenvuelva armónicamente con su ambiente, que el trabajo deje de ser una actitud obsesiva encaminada a conseguir la cápacidad de consumir artículos que sólo satisfacen falsas necesidades para convertirse en una actividad creadora Y compatible con el desarrollo de otras dimensiones de la persona, que se potencie el desarrollo de las facultades contemplativas y que se facilite la comunicación.
Al lector no se le escapará que eso es tanto como decir que hay que cambiar el modelo de sociedad. Y eso es justamente. La crisis de la medicina occidental es manifestación, causa y consecuencia de la crisis de la sociedad de consumo, que nos ha domesticado un medio natural todavía hostil por otro artificial aún más agresivo, que nos ha amputado dimensiones y potencialidades hasta hacernos sentir extraños a nosotros mismos. Por ello nos es inevitable asumir el compromiso. Hablar de una medicina centrada en la salud en vez de la enfermedad sin vincularla a un cambio en el modelo de sociedad no es otra cosa que hacer metafísica.
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