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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La agricultura de los Botejara

Ingeniero agrónomo

Al escribir sobre agricultura desde las páginas de un periódico hecho en una gran ciudad y principalmente destinado a gente urbana, se siente la inclinación de intentar una pirueta literaria de tipo surrealista que consiga la simpatía del lector profano y la irritación del entendido. Al menos así se empezaría a atraer la atención del gran público hacia un tema marginal al modelo social dominante como es el deterioro social del medio rural. Sin embargo, pienso que es peligroso llegar a tal extremo y que merece la pena todavía el intentar un camino más arduo, pero más constructivo, en la tarea de atraer la atención sobre temas como este; me refiero al sistema de presentar humildemente, pacientemente y por entregas todo un abanico de realidades parciales contradictorias que pueden despertar cierta curiosidad en el lector urbano.

Los problemas del sector agrario (más ampliamente, del medio rural) son hoy en nuestro país inequívocamente marginales. Ni por las zonas altas ni por las bajas de nuestra sociedad se concede mayor importancia a los temas agrarios; esto, que en la España de los Botejara aparecía como signo claro de desarrollo, es un hecho más bien triste de insolidaridad social. Y no está tan claro que en las sociedades occidentales más desarrolladas que la nuestra se produzca el mismo fenómeno.

Así, por ejemplo, para nadie es un secreto que los responsables agrarios de nuestro país se hallan muy preocupados en demostrar a sus colegas europeos que nuestra agricultura no es tan potente como piensan ni hay posibilidad de que las verdes campiñas de Centroeuropa sean arrasadas por la competencia de los productos del páramo ibérico. Mientras tanto, muchos agricultores españoles acuden lastimeros a las puertas de la Administración para solicitar una ayuda, una subvención, un regalo, un algo que les permita salir de la miseria económica y social en la que ellos y sus familias se encuentran sumidos. Y a todas éstas, los Botejara vienen a decirnos que no hay nada como la ciudad; que el campo era algo de antiguas generaciones ya felizmente superadas y que más vale un macarra de sábado noche que cien campesinos de lunes madrugada

¿Por qué esa confusión de los agricultores europeos? ¿Por qué no temen al Botejara que trabaja en la Seat (que alguno habrá) y tiemblan ante el Botejara de la Vera? Aquí hay algo que no concuerda; aquí debe haberse creado una imagen equivocada desde hace muchos años de lo que es el sector agrario español y de las personas que en él trabajan.

El campesino europeo tiene un status social harto diferente del español. Allí es considerado como un ciudadano normal, revestido de los mismos derechos que el resto, pero que, además, realiza un trabajo duro; proporciona alimentos a sus conciudadanos de una manera constante y eficaz y puede cortar este suministro estratégico cuando se considera injustamente tratado; es portador de un voto político que puede dar la vuelta a unas elecciones y puede enfadarse con sus diputados; no tiene que suplicar, puede exigir; tiene una capacidad y propensión al ahorro por encima de crisis económicas y tiene sus propios bancos y cajas de ahorro; vive en un medio confortable y no envidia por sistema a los que viven en la gran ciudad. Por todo ello, no le gusta la competencia a sus productos y considera que su profesión es merecedora de un «numerus clausus» como si de la abogacía del Estado se tratara; no quiere perder la influencia casi monopolística que ejerce en su sociedad y por eso es contrario no sólo a la Europa de los doce, sino también a la de los nueve y a la de los seis. Ve en la agricultura española una amenaza permanente a su status, tan duramente conseguido.

Mientras tanto, muchos agricultores españoles se han visto envueltos por la propia sociedad en una dinámica realmente lamentable. Su estado permanente es el de reclamar una atención que sistemáticamente se le niega; han perdido su orgullo de campesinos en tal medida que están dispuestos a aceptar cualquier tipo de ayuda que solucione el problema del momento; están tan desmoralizados que ni siquiera pueden pensar que sus problemas podrían ser tratados de una forma general, con cierto apoyo social, de forma que se cambiara de una vez por todas el ritmo de su existencia. No saben, ni les importa, el poder político que pueden ejercer en un Estado democrático. Sólo quieren saber que, de cuando en cuando, han de sacar sus tractores a la carretera para conseguir unos céntimos más en el precio de sus productos. Nadie les quiere recordar que, además de sus productos, se están vendiendo ellos mismos sin que se les pague por ello; su labor es estratégica en una sociedad moderna tanto en la producción de alimentos como en la conservación del medio natural que les rodea. Si es dificil retribuir monetariamente tales servicios, al menos podría compensárseles con un reconocimiento social inequívoco. Pero no; es exactamente al revés. El campesino no ha llegado a esa situación por un proceso que él mismo haya generado, sino por un progresivo acobardamiento al que le ha sometido la dinámica social de los últimos años. El agricultor se ha quedado acorralado porque ha visto cómo sus hijos huían de él; cómo los ahorros que había en su libreta han marchado del pueblo a financiar lejanas inversiones que jamás revierten en él; cómo lo han olvidado políticos y gente importante.

Pienso que la sociedad, la Administración y los propios agricultores habrían de hacer una profunda reflexión sobre estas tristes realidades.

La sociedad española, que es abrumadoramente urbana, tiene que hacerse consciente de qué más del 25% de los habitantes del país viven en poblaciones de menos de 10.000 habitantes y que vivir en tales ciudades resulta hoy en día un verdadero sacrificio porque la propia sociedad ha hecho de ellas un limbo irreal sólo conectado al mundo por la ventana de la televisión, de una televisión en la que los hombres del campo nunca se ven reflejados, si no es para recibir el menosprecio de los Botejara.

La Administración habría de llamar la atención pública hacia este problema dando ella misma ejemplo de forma que fuera capaz de ofrecer a la sociedad rural una propuesta de organización de la vida nacional en la que sus componentes se vieran de nuevo como protagonistas y responsables, en la parte que les toca, de los destinos económicos, políticos y sociales del país. No habría, pues, sólo, que ofrecer al agricultor un programa tradicional de medidas que puedan solucionar algunos o muchos de sus problemas económicos, sino un programa de verdadera reincorporación de este sector del pueblo español a la vida nacional.

Por último, son los propios agricultores los que han de tomar conciencia de su situación. Afortunadamente, ha habido este año una gran cosecha y unos precios bastante remunerados que van a permitir un respiro a las situaciones más acuciantes. Al mismo tiempo, las organizaciones profesionales y sindicatos agrarios están adquiriendo por momentos un prestigio y una moderación que quizá pueda vertebrar políticamente el campo y pueda establecer cauces estables de diálogo entre la sociedad urbana (es decir, consumidores urbanos), Aministración y agricultores. Si las organizaciones agrarias y otras fuerzas políticas y sociales del sector colaboran a encontrar un «proyecto sugestivo de vida en común» para la sociedad rural, ésta se reincorporaría sin reticencia alguna a la vida nacional en no muy largo plazo.

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