Las contradicciones del PNV
LAS MANIFESTACIONES convocadas el pasado sábado por el PNV, secundado por una parte de la izquierda abertzale, para apoyar la enmienda de la minoría parlamentaria vasca, según la cual los «derechos históricos» forales serían restablecidos y actualizados fuera del marco constitucional, han movilizado bastantes menos ciudadanos de los que los organizadores habían previsto. El mal tiempo puede servir para explicar la poca asistencia a un espectáculo o una verbena, pero no parece argumento apropiado para un acto político de tan cargada significación. Las razones de ese relativo fracaso -que contrasta con el éxito del AIderdi Eguna del anterior domingo en Vitoria- hay que buscarlas más bien en la falta de apoyo de otros partidos con implantación en el País Vasco. De un lado, la activa y agresiva fracción maximalista del independentismo vasco vinculada con ETA militar, de otro, los electores y seguidores del PSOE, UCD y PCE. En cualquier caso, el frustrado plebiscito confirma un hecho ya contrastado en las elecciones de junio de 1977. El PNV es un partido fuertermente enraizado en la tradición y en la sociedad del País Vasco, pero no es la fuerza política hegemónica ni tan siquiera en Guipúzcoa y, Vizcaya. Sus reivindicaciones y opiniones tienen que ser tomadas muy en cuenta, pero no es la voz del pueblo vasco.
Un amplio sector de la población que vive Y, trabaja en Euskadi -un sector amplísimo en Alava y Navarra- es de otro origen cultural y lingüístico, y ha dado sus votos al PSOE y a UCD. Resultaría grotesco afirmar que la mayoría de esos inmigrantes de primera o.segunda generación se han trasladado al País Vasco para pisotear con sus botas las libertades y los derechos de los que hoy son sus vecinos. Como todos los andaluces, castellanos y extremeños que han tenido que abandonar sus pueblos y sus hogares, empujados por el hambre, para buscar trabajo en Euskadi, se han visto obligados, en general, a bailar con la más fea. Desean y defienden la autonomía del territorio en el que se han integrado, pero su concepción de Euskadi carece de las connotaciones étnicas y emocionales que pueden darse en los que llevan, desde hace varias generaciones, apellidos euskaldunes. Su gran peso demográfico en el País Vasco hace inevitable el bilingüismo, fenómeno cultural, por lo demás, de tradición remota en esas tierras. Sería una ironía que la forma de conservar y fomentar el euskera fuera obligar a más de la mitad de la población. esta vez de manera planificada y consciente, a olvidar el castellano como venganza del proceso histórico, en gran parte movido por la industrialización y la modernización, que relegó el idioma de los vascos a los valles aislado s y a las aldeas perdidas. Y además de una ironía resulta una imposibilidad.
Pero el recorte de la influencia del PNV no viene sólo de las transformaciones demográficas. La radicalización del nacionalismo vasco ha desgajado del viejo tronco plantado por Sabino Arana a la izquierda abertzale. Esos grupos no critican al PNV sólo por sus tradiciones democristianas y por su aceptación de un modelo de sociedad basado en el pluralismo político y en la economía de mercado. También le reprochan su abandono del independentismo y su aceptación del régimen autonómico como vía para el autogobierno. La ruptura del, monopolio abertzale hace que las dimensiones populistas del antiguo PNV queden, si no eliminadas, al menos seriamente recortadas.
Este cuadro social y político confiere cierta irrealidad a los planteamientos del PNV.
Las declaraciones de algunos dirigentes nacionalistas a lo largo de la pasada semana contrastan, pero no anulan, los ejercicios de oratoria patriótico-sagrada a los que se entregó tan enfervorizadamente el señor Arzallus en las campas de Olarizu.
Los líderes más sosegados del nacionalismo vasco han recordado oportunamente que su grupo parlamentario había votado a favor del artículo 2.º de la Constitución y, que no habían pedido el derecho a la autodeterminación de Euskadi. Han afirmado también que sus exigencias de una hacienda autónoma no implican aspiraciones al privilegio fiscal y que suscriben los principios de solidaridad económica con el resto del territorio español. Han calificado, finalmente, como absurdas las interpretaciones que pudieran deducir de la reintegración foral la exención de los vascos del servicio militar o de los impuestos y el regreso a usos medievales. Han hablado, así, como hombres del siglo XX que viven en una sociedad avanzada y moderna, que son conscientes de la complementariedad entre la industria vasca y el mercado español, que reconocen la inviabilidad de una separación política y que saben que una parte importante de la población asentada en Euskadi procede de otras zonas del territorio español.
¿Por qué, entonces, su obstinada insistencia en constitucionalizar una fórmula que, precisamente, permite esas interpretaciones? ¿Por qué su terca negativa a que la actualización de los «derechos históricos» tenga como límite la propia Constitución? Creemos, sin la menor reticencia, que el señor Garaicoechea o el señor Cuerda piensan lo que dicen, pero no entendemos su resistencia a sacar las consecuencias lógicas de sus premisas. Hoy comienza, al parecer, la última y casi desesperada tentativa para buscar una fórmula que permita eludir ese callejón sin salida en el que se encuentra la disposición adicional, aprobada en falso por la Comisión Constitucional del Senado gracias a (o por culpa de) la inocencia de tres senadores reales y de una astucia táctica del PSOE, ahora obligado a un repliegue hacia la posición contraria. Ya hemos dicho que no debe considerarse catastrófico -aunque no lo desceemos- un desenlace que lleve consigo la abstención o el voto negativo del PNV en el referéndum constitucional, preferible, en cualquier caso, a la aberración que, supondría sacar la reintegración foral del marco constitucional. Sin embargo, la esperanza es lo último que se abandona. Sobre todo cuando los perdedores seríamos todos.
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